martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 7
En el salón de banquetes se podía volar una cometa. Aquélla era una habitación que había impresionado mucho a Pedro de niño, sobre todo por el eco, no por los paneles ornamentados de madera, ni por la enorme mesa de comedor.
Y tenía un recuerdo muy claro de cuando tenía siete años: Había tomado carrerilla y se había deslizado por el tablero de la mesa, y todo había ido bien hasta que había chocado con un gigantesco candelabro de plata y habían tenido que llevarle a urgencias y darle una docena de puntos en la cabeza.
¿Quién decía que los niños ricos no se divertían de verdad? Eran los adultos ricos los que no solían deslizarse por las mesas.
Pedro dejó de pensar en el pasado para concentrarse en el presente.
—Creo que es hora de que abramos la mansión. Hace cinco años que no ponemos árbol de Navidad. Me acuerdo de cómo se adornaban la casa y los jardines por esas fechas cuando era niño. He estado mirando y seguimos teniendo la mayor parte de la decoración guardada en los trasteros.
—Creo que no debería enfadarte, ¿no? —dijo tío Eduardo en tono cansado, dejándose caer en su sillón una vez más—, pero lo siento, Pedro. No puedo hacerlo. Todavía no. Aún no estoy preparado.
—No te he preguntado si estás preparado, tío Eduardo. Te estoy diciendo lo que voy a hacer. ¿Te acuerdas de que me legaste tu mitad de esta preciosa y monstruosa mansión hace tres años? Así que como es mi casa, soy yo quien decide.
Pedro sabía que aquello sonaba duro, insensible, pero había estado reflexionando mucho acerca de la idea, y no era una manera enrevesada de ver más a la frustrantemente encantadora Paula Chaves. De eso nada. Era sólo un modo de hacer que su tío volviese al mundo.
—Menos mal que no te cedí también mi dentadura, o a estas alturas estaría masticando con las encías.
—Muy gracioso. No tienes que venir a la fiesta si no quieres, tío Eduardo. De todas maneras, antes nunca lo hacías, ni tía Maria tampoco. Sólo quiero que la hagamos aquí. Aunque si piensas que puedes venir, sería estupendo.
—Eso es lo que esperas que ocurra. Pedro, eres transparente. De hecho, me parece que puedo ver a través de ti en estos momentos, y reconocer tus motivaciones. Déjame que lo adivine. Este año serás tú, y no Bruno, quien haga de anfitrión para los buenos, como tú los llamas.
—Sí, aunque preferiría que asumieses tú ese papel. Y no me importa ser transparente, si eso hace que te des cuenta de lo importante que es para mí que tú… Bueno, ya va siendo hora, tío Eduardo, eso es todo. Me preocupas. Tía Maria te habría dado una patada en el trasero si hubiese sabido que ibas a apartarte así del mundo.
—No mezcles a tu tía en todo esto, si no te importa. Aunque tengas razón —tío Eduardo respiró profundamente—. Así que lo haces todo por mí, y el hecho de que Paula Chaves sea una joven muy guapa no tiene nada que ver con el asunto.
—No —contestó Pedro apretando la mandíbula—. Te lo prometo.
—Así que lo único que te propones es volver a sacarme al mundo exterior de una patada, ¿verdad?
—Ya te lo he dicho —comentó Pedro empezando a relajarse de nuevo.
—Ya lo sé. Y te creo, en lo referente a mí, quiero decir. Aunque no te creo en lo relativo a la chica. Lo que tampoco creo es que la chica de las fotografías se merezca lo que tienes pensado para ella. No había contado con ello. No está al mismo nivel que tú, Pedro. Y no conoce las reglas del juego.
—Cualquiera diría que soy un sórdido playboy que se dedica a hacer muescas en el cabecero de la cama para contabilizar sus conquistas —protestó Pedro mientras volvía a agarrar el vaso de whisky.
—No, no creo que seas sórdido —contestó su tío sonriendo—. Ni que seas un playboy. Trabajas demasiado para que te llamen playboy. Con respecto a las muescas, dímelo tú, Pedro. Tienes treinta y seis años. ¿Por qué sigues comportándote como si tuvieses veintiuno? ¿Por qué te acuestas con mujeres que acaban de cumplir la mayoría de edad, o poco más? ¿Has realizado tantas conquistas en los negocios que ahora tienes que continuar con otro tipo de triunfos? ¿Es la caza lo que te excita más que la captura?
Pedro se terminó el whisky.
—¿Cuántas noches te has pasado sin dormir intentando descifrar mi comportamiento, tío Eduardo? ¿Qué por qué hago lo que hago? No lo sé, tío. No lo sé.
—Pues no será porque tuviste una infancia infeliz. Tus padres te querían y se querían. Hasta el día que murió mi hermano, tu madre lo miró siempre con los ojos brillantes. No tienes ninguna cicatriz emocional, no estás loco, al menos, eso me parece a mí. No entiendo por qué tanto ir y venir de mujeres. ¿Por qué no te gustan las mujeres?
—Eh, ya has visto las fotografías. Me encantan las mujeres.
—Está bien. Hablemos de eso. Tal vez te diviertan, durante un tiempo. Pero ninguna te dura más de un par de semanas, y luego vuelves a salir a la caza. Tal vez sea ésa la cuestión, Pedro. El otro día dijiste que las mujeres eran prescindibles e intercambiables. Es evidente que ninguna te ha llegado al corazón. Así que ésa es la pregunta que debes hacerte, hijo. ¿Qué estás buscando en realidad?
—Ahora mismo, cómo salir de esta conversación —contestó Pedro con sinceridad—. Si te prometo no apuntar hacia la nueva chica buena, ¿accederás a que prepare la cena en Alfonso Hall? Porque lo primordial, tío Eduardo, es que no quiero disgustarte.
—¿Disgustarme? ¿Ahora soy frágil? Eso no me gusta. Está bien, haz lo que quieras, organiza la cena aquí. Decora la casa, si eso te hace feliz —se puso de pie y le devolvió las fotografías—. Pero no hagas promesas si no estás seguro de que eres capaz de cumplirlas.
—No hay ningún problema, tío Eduardo —le dijo Pedro—. No es mi tipo.
Su tío se detuvo delante de la puerta y se volvió a mirarlo.
—Al parecer, ninguna mujer lo es. Con treinta y seis años, Pedro, si fuese tú, empezaría a preocuparme. Los setenta y cinco y solo, llegan enseguida. Y supongo que si no tienes nada a lo que aferrarte, nada que recordar, debe de ser una experiencia muy triste.
Pedro no pudo responder a aquello, así que se limitó a asentir y esperó a que su tío se marchase antes de ponerse a recoger las fotografías y meterlas en la carpeta verde para no tener que verlas más.
La fotografía en la que Paula Chaves miraba ensimismada el logotipo de su empresa pintado en el lateral de la camioneta pareció pegársele a los dedos. Era una mujer bella, eso tenía que admitirlo. Era diferente.
Cuando le había abierto la puerta de servicio, cubierta de purpurina, le había parecido que tenía una belleza cómica, despreocupada, y muy natural.
Cuando lo había conducido a su taller, la fuerte luz había hecho que brillase la purpurina en su pelo moreno, y sobre el jersey verde que hacía juego con sus ojos, y le había parecido la personificación del espíritu de la Navidad. Algo así como un revoltoso ángel navideño.
Deseo poder sacarse aquella imagen de la cabeza, pero, hasta que lo consiguiese, iba a seguir muy de cerca a Paula Chaves, para averiguar por qué no podía olvidar esa imagen.
Y, otra cosa más, también iba a tener que reflexionar acerca de por qué, a pesar de que él se consideraba un hombre feliz, contento con su vida, su tío pensaba que debía de sentirse desgraciado.
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EPILOGO
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