martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 21
Cuando Pedro le abrió la puerta de Alfonso Hall a las seis y media de la tarde, Paula levantó dos bolsas que llevaba en las manos. Se colocó una sonrisa en la cara e intentó hacer caso omiso del cosquilleo que sentía en el estómago al tenerlo delante, vestido de manera informal, con unos pantalones azul marino y una camisa de punto.
—No sabía si te gustaba más la comida de Geno's Steaks o la de Pat's King of Steaks, y como están el uno enfrente del otro, he comprado bocadillos de carne con queso en los dos, para que puedas elegir. ¿Te parece bien?
—Suena bien y huele bien —contestó Pedro apartándose para dejarla entrar.
Paula vio un recibidor muy agradable, mucho más pequeño que el de la mansión, pero también impresionante.
—Vamos arriba —añadió Pedro—. Le he pedido a la señora Clarkson que nos suba servilletas y bebidas.
Paula asintió, de repente, no podía hablar.
Cuando subiese esas escaleras, estaría claro cómo iba a terminar aquella noche, y los dos lo sabían.
—¿No mancharíamos menos si nos los comiésemos en la cocina? —sugirió, dudando.
Pedro le quitó las bolsas de las manos y se inclinó a darle un beso en la mejilla.
—¿No quiere subir a mi habitación, a ver mi colección de sellos, señorita? —bromeó.
—Muy gracioso —replicó Paula dirigiéndose a las escaleras. Iba a medio camino cuando se dijo que, por el momento, el partido iba Pedro, uno, Paula, cero. No iba a pasarse la tarde contando tantos, pero tal vez no fuese mala idea estar alerta.
Se detuvo al final de las escaleras y miró a su alrededor. Había un segundo vestíbulo, decorado con mucho gusto, con maderas nobles y antigüedades. Intentó orientarse y atravesó un arco que daba a lo que parecía ser un salón. Un salón muy amplio, cómodo y acogedor.
Pedro estaba justo detrás de ella.
—Continúa andando. El comedor está a tu izquierda, al otro lado de esas puertas dobles.
—Es bonito —comentó siguiéndolo hasta una mesa de comedor con capacidad para unas doce personas—. Un comedor familiar. No se parece en nada al salón de banquetes.
—No. Aquí no hay eco —dijo él mientras dejaba las bolsas, una tras otra, encima de una fuente de porcelana—. Qué bien huelen los sándwiches. Y en ninguna parte los hacen tan bien como en Filadelfia.
Paula empezó a relajarse. Aquél era Pedro.
Aunque estuviesen en su mansión, aunque lo suyo fuese algo temporal, a pesar de que ella pensase que podían intentar tener mucho más.
Ya tendría tiempo para arrepentirse más tarde.
Por el momento, prefería limitarse a disfrutar del presente.
—Deberías hacer anuncios de televisión, pero ¿para quién los harías, para Geno's o para Pat's?
—Supongo que tendría que ponerme en medio de Passyunk Avenue y señalar hacia ambas direcciones —tomó un sándwich de Geno's y lo puso en su plato—. Ahora te toca a ti.
—En ese caso, me parece justo decantarme por Pat's —dijo ella tomando otro sándwich. Luego, se levantó—. Has dicho que había bebidas. ¿Qué quieres?
Pedro tenía la boca llena, así que señaló hacia un rincón en el que estaba el bar. Paula sacó dos cervezas de una cubitera de plata llena de hielo. Cervezas en una cubitera de plata. Era cierto, los ricos eran distintos.
Mientras comían, Pedro le dio más información acerca de la casa y de cómo la habían decorado siempre para la Navidad, y le prometió enseñarle más fotografías antes de que se marchase. Ella le contó las llamadas que había recibido de los diferentes medios de comunicación y le dio las gracias por la publicidad. Él contestó que era lo mínimo que podía hacer y luego tomó un segundo sándwich, en esa ocasión, de los de Pat's.
Cuando Paula sintió que no podía comer ni un bocado más, se apartó de la mesa y se puso ambas manos en el estómago.
—Supongo que no debería decir esto, pero creo que me ha gustado la cena de esta noche más que la de ayer en el restaurante. En los restaurantes no se puede comer con las manos.
—¿Te gusta hacer cosas con las manos? —preguntó Pedro, guiñándole un ojo antes de terminarse la cerveza.
Volvían a pisar terreno peligroso.
—Tengo una empresa de diseño. Hay que trabajar mucho con las manos. Así que, sí, supongo que me gusta —comentó, haciéndose la tonta. Luego, sonrió—. Me gusta tocar las cosas… ¿sabes? Las distintas texturas y formas, decidir cómo combinan mejor, hacerlas encajar juntas. Me encanta la suavidad de las plumas de oca, del terciopelo, la frialdad de la seda cuando se escurre entre mis dedos, el calor casi sensual de la piel.
Pensó que aquello ya era suficiente… y acertó.
Al fin y al cabo, los dos eran adultos, adultos que actuaban por propia voluntad. Y ambos sabían cómo iba a terminar aquello, ¿por qué no hacer las cosas más sencillas?
Pedro le tendió la mano, y ella la aceptó.
Permitió que la ayudase a levantarse y que la condujese de vuelta al salón. Una vez en el centro de la habitación, Pedro se giró y la miró a los ojos.
—Entonces, ¿cuál es tu sentido favorito? —le preguntó, posando una mano en su mejilla, acariciándosela suavemente con los nudillos—. ¿El tacto?
—Esto… sí, me parece un buen comienzo, sí —contestó Paula, mientras se decía que, a partir de ese momento, lo mejor sería que pensase lo menos posible—. ¿Y el tuyo?
—También me gusta el tacto —dijo él acercando la cara a su oreja—. Y el olfato. Hueles muy bien, Paula —se echó hacia atrás y sonrió—. Se me está ocurriendo una nueva campaña publicitaria para Pat's y Geno's. Eau de sándwich de queso. Podría ser un gran éxito.
Detrás de ellos, la chimenea estaba encendida, pero Paula estaba segura de que no era aquélla la fuente de su calor.
—Iba a mencionar el oído, pero creo que el perfume a sándwich me ha hecho perder el hilo. ¿Y si pasamos al gusto? —Paula se puso de puntillas y apretó los labios abiertos contra los de él. Sus lenguas se unieron al instante.
Pedro la rodeó con los brazos y ella apoyó los suyos en su pecho.
Luego, cerró los ojos mientras él la levantaba en volandas y la llevaba a alguna parte más allá del vestíbulo.
Paula se sintió deleitada por un cúmulo de sensaciones familiares y extrañas cuando la dejó encima de una cama con las sábanas echadas hacia atrás. Pedro se apartó de ella sólo el tiempo necesario para deshacerse de los zapatos y quitarle a ella también los suyos… le besó el empeine y avanzó por la cama hasta colocarse con los antebrazos a ambos lados de su cabeza.
Sonrió, aunque en aquella ocasión la sonrisa no alcanzó sus ojos, que seguían estando muy serios.
—El sentido número cinco, Paula: la vista. Sabía que me gustaría verte aquí —comentó en voz baja—. Llevo imaginándote aquí casi toda la vida, aunque hasta ahora, no lo sabía.
Ella quiso creerlo, deseaba creerlo. Tal vez necesitase creerlo.
—No sé qué es lo que está pasando —dijo, tal vez, mostrando más de sí misma de lo que debería.
Al fin y al cabo, y como ya le había dicho antes, sabía quién era Pedro, lo que era. Había oído muchas historias acerca de él, y había leído muchas otras en Internet. Había visto fotografías de todas las mujeres con las que salía.
—Pensé que lo sabía —añadió un poco después—, pero creo que no. Quiero decir, que era todo un cuento…
—Shhh —susurró él mientras le desabrochaba la blusa—. Si vamos a empezar de nuevo, se te ha pasado el turno. El habla, el oído, era el tercero. Lo primero es el tacto —le puso la mano en el pecho y le hizo sentir una oleada de calor que bajó hasta sus ingles—. Acaríciame, Paula…
Con el corazón latiéndole a toda velocidad y la respiración entrecortada, Paula agradeció que la besase con pasión y le sacó la camisa de los pantalones para poder tocarle la espalda.
Tenía la piel ardiendo. Igual que ella.
Él cambió de posición, bajó los labios hacia sus pechos, atrapó un pezón a través del sujetador de seda y ella mientras tanto le desabrochó los pantalones y los quitó de su camino.
Tocar. Pedro quería tocar.
Ella también quería tocar.
Tocar… y probar.
Lo oyó suspirar, casi gemir, cuando encontró su sexo y lo tomó con la mano. Estaba caliente, suave, duro. Era como una barra de acero cubierta de terciopelo.
Pedro le puso el brazo detrás de la espalda y la levantó. Los dos quedaron sentados en la cama, muy cerca el uno del otro. Los ojos marrones de Pedro estaban tan oscuros como la noche, la observó mientras le quitaba la blusa por los hombros y se deshacía de su sujetador.
Paula vio que le brillaban los ojos mientras le desabrochaba los pantalones, y le ayudó a quitárselos junto con las medias. Estaba tan concentrado en lo que hacía, y lo hacía tan bien…
Paula prefirió olvidar aquella parte, su evidente experiencia. Sólo quería saber lo que le estaba haciendo a ella, en ese momento. La estaba desnudando con sus manos, sí, pero había algo más. También la estaba desnudando con la mirada, con la manera de acariciarla, como si estuviese rindiendo culto a cada centímetro de su cuerpo que iba apareciendo ante él…
Pedro la echó hacia abajo para apoyarla en la pequeña montaña de cojines y siguió con la boca el mismo recorrido que había hecho con las manos. La besó en el valle que se abría entre sus pechos, le pasó la lengua por el ombligo, y siguió descendiendo. Paula notó que la sensible piel que había entre sus muslos se contraía y se relajaba, todas sus terminaciones nerviosas se encendieron.
Ante la expectativa de lo que iba a ocurrir después.
Él le separó las piernas y bajó más, le puso uno de los cojines debajo de las nalgas y le hizo levantar las rodillas, para que se abriese ante él.
No había pudor alguno, ni vergüenza. No podía haberlo, no cuando Pedro la miraba de aquella manera, como si estuviese maravillado.
Paula sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos, sobrecogida por la adoración que veía en los de él, y los cerró al sentir el beso más íntimo que podían intercambiar dos amantes.
Pedro tenía la boca caliente y húmeda, y su lengua se movía suavemente, como por arte de magia. Utilizó los dedos para abrirla más, para invadirla y siguió cada incursión en aquel nuevo territorio con su cálido aliento y su lengua curiosa. Paula apretó los dientes al notar que iba llegando al clímax.
Y cuando pensó que no podía más y sintió un deseo tan elemental, tan fuerte que no lo podía controlar, se entregó por completo a él y le cedió todo su poder. Pedro estaba haciéndole unas cosas con los dedos, con la boca, que le daban tanto placer que se le olvidó respirar, no podía respirar. Sólo podía dejarse llevar por el éxtasis que le había proporcionado, todo su cuerpo latía y se apretaba, se sacudía de placer.
—¡Pedro! —lo agarró, rogándole que se acercase más a ella, que la abrazase, y que la dejase abrazarlo mientras, una vez más, intentaba anclarse a la realidad.
Pero una nueva sensación la invadió, y supo que quería dar. Había recibido, y había sido maravilloso, pero no era suficiente.
—¿Pedro…?
Paula intentó tragarse el nudo de tensión y pasión que se le estaba formando poco a poco en la garganta. Lo deseaba. Quería tenerlo dentro, formar parte de él. Volvió a bajar la mano para acariciar su sexo.
—Pedro. Déjame…
Él la miró, se sumergió en sus ojos. Los de él parecían estar desnudos, vulnerables. Y algo más, algo más que Paula no era capaz de nombrar, que le daba miedo identificar, porque si se equivocaba, se le rompería el corazón.
—Por favor —susurró él tumbándose de espaldas en la cama y dejándola a ella arriba, cediéndole el poder.
Paula lo besó en la barbilla, en el pecho, y fue bajando por todo su cuerpo, recorriendo cada uno de sus músculos con los dedos.
No tenía la experiencia de Pedro, ni estaba segura de lo que le gustaba, ni de cómo darle placer, pero esperó que lo que le faltaba de experiencia se compensase con el deseo de devolverle al menos parte del placer que él le había proporcionado.
Tímidamente, tomó su miembro con ambas manos. Dudó antes de besarlo. Se atrevió a tocarlo con la punta de la lengua.
—Sí, sí… —lo oyó murmurar.
Luego oyó que decía también su nombre, y se perdió…
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