martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 2
Aunque también conocía los argumentos de su tío para continuar con él.
El tío Eduardo juraba que había sido la búsqueda de los beneficiarios, la selección, la alegría cuando alguno hacía algo magnífico con su regalo, lo que había mantenido a su querida esposa con vida más tiempo del que los médicos habían diagnosticado.
Tal vez en esos momentos estuviese ocurriendo lo mismo con él, y esa idea asustaba a Pedro.
Porque si bien no creía en la bondad de las personas, lo que odiaba era la parte del multimillonario recluido, ya que su tío llevaba ocultándose del mundo desde que su esposa había fallecido.
—¿Pedro?
—Sí, señor —contestó él, recogiendo las invitaciones que no se enviarían ese año con el propósito de tirarlas a la basura.
—Tal vez quieras quedarte con una de ésas —tío Eduardo abrió el cajón del centro y sacó una carpeta verde oscuro—. He recibido un beneficiario más para ti.
—No abandonas, ¿verdad? —aceptó la carpeta a regañadientes—. Aunque salga bien, seguirán siendo cuatro de diecinueve. Si en vez de personas fuesen acciones, no lo considerarías una buena inversión.
—Ésa es la cuestión, Pedro. Las personas no pueden sumarse en un balance. No pueden situarse en la columna de ganancias o pérdidas de un libro de contabilidad. Me gustaría que lo entendieses. Me preocupas, hijo. Me preocupa la mala opinión que tienes del ser humano en general, no tienes motivos para pensar así. Cualquiera pensaría que has crecido en un tugurio en el que se te ha oprimido, en vez de aquí, donde hasta tú tendrás que reconocer que has vivido a cuerpo de rey.
Pedro sonrió.
—Lo sé. Casi me cuesta un defecto de habla, intentar hablar con toda la cubertería de plata dentro de la boca.
El tío Eduardo ladeó la cabeza y sonrió a su sobrino.
—¿Te has planteado alguna vez que han podido ser las malas compañías las que te han hecho ver así las cosas? Por muy bellas que fuesen las mujeres.
—Son bellas, y siempre intentan sacar algo de la situación, o de mí. Por suerte, también son prescindibles e intercambiables, pero será mejor que dejemos para otro momento el psicoanálisis de mi inapropiada respuesta al hecho de haber nacido con una cuchara de plata en la boca —levantó la carpeta—. Se lo daré a Bruno para que empiece.
—No, Pedro, no se lo des a Bruno. Ha habido un cambio de planes. Quiero que te ocupes personalmente de él.
—¿Yo? Tío Eduardo, venga. Yo me ocupo del papeleo, de los regalos, de las transferencias. Me encargo de las invitaciones, de las tres de este año. Preparo los malditos cheques de un millón de dólares y la fiesta de Nochebuena. Bruno se ocupa de todo lo demás, la reunión, la bienvenida, el alojamiento y, sobre todo, de repartir los regalos iniciales y de hacer el seguimiento. No es mi trabajo.
—Harás lo que yo te diga que hagas, Pedro —repitió su tío en tono firme—. Vive aquí. No tendrás que viajar ni que perder tiempo. Podrás seguir dirigiendo mis empresas y acostándote con cualquier mujer guapa que se te ponga delante, como la pelirroja de la semana pasada.
Pedro miró a su tío, sorprendido.
—¿Qué has dicho? —le preguntó—. ¿También me tienes vigilado a mí además de a tus beneficiarios? Estupendo. Ahora, tendrás que perdonarme, tengo que ir a buscar a Bruno para romperle la nariz.
—Deja a Bruno en paz. Sólo hace lo que yo le digo. Y de forma deprimentemente bien en tu caso. Tuve que advertirle que no me trajese más, cómo decirlo, fotografías interesantes de ti y tus jovencitas intercambiables y prescindibles. Si te soy sincero, me sorprende que no se enfríen más a menudo, con esa manera de vestirse. Eres mi único heredero, Pedro, el hijo de mi hermano. Te quiero, pero no me gusta lo que estoy viendo. Te estás volviendo frío e incluso duro. Me da miedo que termines solo y desilusionado.
—Y yo que pensaba que te caía bien —se quejó Pedro intentando desviar la conversación con una broma—. Me llamo igual que tú, ¿recuerdas? He crecido sentado en tu regazo, me has enseñado todo lo que sabes. No pensé que te hubiese decepcionado tanto.
—No discutas conmigo acerca de esto, Pedro, porque no vas a ganar. Eres muy bueno en la parte más feroz de los negocios, y lo sabes. Y creo que también eres muy bueno con las mujeres. De hecho, creo que en el último informe de Bruno decía que podrías dar clases.
—Vaya, gracias Bruno —dijo Pedro sonriendo—. No obstante, todavía tengo ganas de romperle la nariz.
—Por mucho que sonrías y hagas gracias no te vas a librar de esto, Pedro. Sígueme la corriente. Deja que intente enseñarte lo que Maria me enseñó a mí. He dejado a un lado a Bruno y su cámara.
—Veo que hablas en serio, ¿verdad?
—Sí. Quiero que te ocupes de este potencial millonario desde el principio hasta el final. Quiero que seas tú quien me traiga todos los informes. No sé qué pasará, pero he escogido a la persona con mucho cuidado y tengo que admitir que albergo grandes esperanzas en ella. Quiero ver si tu mala opinión del ser humano se reafirma, o si empiezas a ver lo que Maria me enseñó a ver a mí: que en este mundo hay más personas buenas que malas.
—Pero todavía más codiciosas —masculló Pedro mientras volvía a su despacho de la inmensa mansión de Filadelfia.
Dejó la carpeta verde encima de su escritorio, negándose a mirarla, y se marchó a comer.
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EPILOGO
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