martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 11
—Toma, prueba esto.
Paula miró la cosa con forma redonda y de color gris que había en el tenedor de Pedro.
—¿Qué es? Esta vez dímelo antes de que lo pruebe.
—Lo de antes te ha gustado.
—Sí, antes de que me dijeras que era un mejillón. Nunca como mejillones.
—Ahora sí. Me has pedido otro. Venga, sé buena. Abre la boca.
Paula volvió a mirar el tenedor de Pedro, cerró los ojos y abrió la boca. Picaba tanto que se lo tragó sin masticar. Luego tomó su vaso de agua y se lo bebió de un trago. Le ardía toda la boca y le lloraban los ojos.
—Admítelo, eres un sádico. ¿Qué era eso?
Pedro parecía estar demasiado contento, así que Paula pensó que no le iba a gustar la respuesta.
—Calamar marinado. ¿Y?
—Ya entiendo por qué se embadurnan de Cayena, para que no nos los comamos. ¿Cómo puedes comerlos tú?
—En algunos círculos se considera un plato vanguardista, creo. Es una ensalada de marisco. No obstante, tal vez tengas razón. Es sobre todo lechuga y especias. De todas formas, enhorabuena por haberte atrevido a probarla. Eres muy atrevida.
—Me han enseñado a comerme todo lo que me ponen en el plato, pero en esta ocasión me he estrellado. La próxima vez me limitaré a tomarme mi sopa de cebolla, ¿de acuerdo?
—¿Significa eso que no vas a querer probar el pulpo que iba a ofrecerte ahora?
—Supongo que sí.
Paula observó el amplio, pero íntimo comedor.
Todas las mesas estaban ocupadas a pesar de ser miércoles por la noche. Deseó haber tenido tiempo de ir a casa a ducharse y ponerse otra ropa, pero no merecía la pena preocuparse por algo que no podía cambiar.
—No había estado nunca aquí. Es un restaurante muy agradable.
—Gracias. Supongo que debería decirte que es mío —comentó Pedro llevándose la copa de vino a los labios.
—En ese caso, ha sido todo un detalle por tu parte —dijo Paula mientras el camarero se llevaba su plato y ella se preguntaba cómo se le había podido ocurrir pedir chuletas de cordero de segundo plato.
—No tenía elección. Es uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Si no lo compraba, corría el riesgo de que no me reservasen mesa.
—Sí, me parece lógico —comentó Paula intentando no cambiar de expresión—. Supongo que debe de ser muy divertido ser tan asquerosamente rico. Me imagino que te pasas el día muerto de la risa.
Pedro apoyó la barbilla en la mano y sus bonitos ojos marrones le sonrieron.
—No tienes ni idea. Ser tan asquerosamente rico también tiene sus inconvenientes.
—Las Lauras Reed de este mundo —comentó Paula, sin saber por qué. Era como si, casi sin hablar, supiesen con toda exactitud lo que quería decir el otro, adonde iba la conversación. Casi le daba miedo.
—Eso es, las Lauras Reed de este mundo. Mujeres bonitas que se me echan encima de manera constante. Es mi cruz.
—Porque no sabes si lo que quieren es a ti o a tu dinero.
—Quieren el dinero, Paula, no me hago ilusiones.
—Pero si también eres muy guapo. E incluso agradable, cuando quieres.
—Bueno, gracias, señorita Chaves —apoyó la espalda en la silla, fingiendo sentir vergüenza—. ¿Me estoy ruborizando?
—Ya vale. No te estoy diciendo nada que no sepas ya. Ningún hombre anda y se viste como tú sin saber el impacto que causa en las mujeres.
Pedro apoyó una mano en su pecho y miró su ropa.
—Es sólo un traje, Paula. Todos los hombres de negocios visten trajes.
—Pero no como tú —replicó ella, deseando poder mantener la boca cerrada. No obstante, aquel tira y afloja era divertido—. ¿Y tu pelo? Es evidente que has pedido que te lo corten de tal manera que parezca estar despeinado.
—¿Sí? ¿Y qué tal estoy?
Ella se tragó el primer bocado de chuleta, intentando no atragantarse.
—Parece que acabas de salir de la cama. Y que estás deseando volver a meterte en ella, con compañía. Dios mío, ¿acabo de decir lo que creo que acabo de decir?
—Sí. Creo que voy a tener que comprar mi peluquería. A mí también me gusta tu pelo, ¿sabes? Hay pocas mujeres con las facciones adecuadas para llevarlo tan corto. Aunque echo de menos un poco de purpurina.
Ella lo miró fijamente, incapaz de apartar la vista de él. Sintió un cosquilleo en el estómago. Bajó la cabeza y se concentró en el plato.
—Esta chuleta es enorme, pero está deliciosa. Tú no estás comiendo.
—Iba a decir que me estaba regalando la vista contigo, pero me parece un comentario demasiado cursi.
Ella sonrió, se relajó de nuevo.
—Qué truco tan malo.
—Lo sé. Lo siento —admitió Pedro mientras atacaba su filete—. No suelo pedir carne roja cuando salgo con una mujer, pero como tú la has pedido… ¿No te importa que sea carnívoro? ¿No vas a darme ninguna charla acerca de mi salud, ni de los pobrecitos animales?
—No te preocupes. Soy una persona sencilla. Soy feliz comiendo carne con patatas, aunque no suelo tener tiempo de cocinar. Si estuviese en casa en estos momentos, probablemente estaría comiéndome un sándwich de mantequilla de cacahuete con gelatina encima del fregadero. La gelatina gotea, si pones mucha, como hago yo. Ah, y con pan blanco, que es el menos sano. Así que, por mí, como si te quieres comer una vaca entera.
Pedro volvió a echarse hacia delante con la barbilla apoyada en la mano.
—Ah, muy interesante. No recuerdo haber tenido una conversación tan sincera con una mujer en mucho tiempo. La verdad es que no sé cuándo fue la última vez que cené con una mujer y la vi comer algo más que un par de bocados.
—Pasando por alto el hecho de que es evidente que como más que un canario, me pregunto qué tipo de conversaciones tienes con esas mujeres. ¿Habláis de política, del calentamiento global, del último cotilleo de Hollywood, del mejor taller para llevar el Rolls Royce a arreglar?
—Me parece que a las mujeres con las que suelo salir no les interesa ninguno de esos temas. Sobre todo, me hacen preguntas acerca de si me gusta su vestido, de si llevan bien el pelo —sonrió más—. Luego, más tarde, se preocupan de que se les arrugue el vestido, de despeinarse.
—¿De verdad? Bueno, pues yo no voy a decirte nada de eso —entonces se dio cuenta de que Pedro sólo estaba jugando con ella, pero por alguna estúpida razón, estaba haciendo que lo desease—. Quiero decir, que no va a surgir la oportunidad.
—Nunca digas de esta agua no beberé, Paula —le advirtió él—, pero volvamos a nuestra conversación. ¿El hombre de tu vida podrá elegir lo que quiera comer?
Paula se relajó de nuevo.
—Casi. Es probable que le haga jurar que no va a comer calamares picantes antes de besarme. Todavía me queman los labios.
—Entendido. Otra pregunta. He oído a algunas de mis amigas casadas quejarse de que sus maridos juegan demasiado al golf. ¿Cuántas veces dejarías jugar tú al hombre de tu vida, a la semana?
—El hipotético hombre de mi vida —aclaró Paula—. ¿Juegas al golf?
—No, es sólo una pregunta. Sí, juego al golf. ¿Y tú?
—Sólo cuando hay que meter la pelota entre las aspas de un molino, o en la boca de un león, pero soy muy buena. Tres.
—¿Tres qué? Ah, tres veces por semana. Me parece razonable. ¿Y el sexo?
—¿Me has preguntado por el golf antes que por el sexo?
—Un hombre debe mantenerse siempre fiel a sus prioridades.
—Al parecer, hablas mucho con hombres casados —comentó Paula antes de fingir que reflexionaba acerca de la pregunta—. De acuerdo, voy a darte una cifra. Una vez al día, imagino.
—¿Y por las noches?
Paula lo miró con severidad.
—Sabes perfectamente que me refiero a una vez cada veinticuatro horas. ¿Ó acaso pretendes fanfarronear? Porque no estoy impresionada.
—¿Y cómo puedo conseguir impresionarte?
Paula se metió una pequeña patata asada en la boca y la masticó bien antes de tragársela, para retrasar la respuesta.
Él la observó con detenimiento, como si de verdad le interesase lo que iba a decirle.
—¿Con perseverancia?
Pedro arqueó ligeramente la ceja izquierda, dando un toque desenfadado a su atractivo rostro. Y Paula pensó que le daba un aire a Johnny Depp en Piratas del Caribe. Agarró la copa de vino para intentar disimular su nerviosismo.
Pedro rellenó la suya y la levantó.
—Entonces, brindemos por la perseverancia.
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EPILOGO
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