martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 22
Pedro subió corriendo las escaleras que llevaban a sus habitaciones en Alfonso Hall, jurando, quitándose la corbata mientras ascendía los escalones de dos en dos. Tarde. Tarde. Llegaba tarde.
Ojalá no fuese demasiado tarde…
Le había prometido a Paula que volvería con tiempo, el tiempo que necesitaba para explicarle lo que no podía explicarse desde la distancia, durante las largas conversaciones que habían mantenido por teléfono. Aquellas maravillosas e íntimas conversaciones en las que a veces también habían medido las palabras con cuidado.
Ella no le había hablado del regalo anónimo que había recibido.
Y él no le había dicho por qué lo había recibido, ni qué iba a ocurrir esa noche.
Había decidido que había algo que quería explicarle cara a cara.
Se le estaba acabando el tiempo. Su vuelo se había retrasado por razones atmosféricas. Y no debía haber tomado la autopista a las cinco de la tarde. Sobre todo, con una resbaladiza capa de nieve. Además, había tenido la mala suerte de ir detrás de un imbécil con un cuatro por cuatro que pensaba que todo el mundo debía tener precaución menos él.
Aunque el dinero y la fama tenía sus ventajas. El jet privado lo había llevado desde Singapur en un abrir y cerrar de ojos, después del retraso. Y no habían tenido que pasar por la aduana, pero nadie podía influir en la Madre Naturaleza, ni en los idiotas.
Como él. Pedro se había dado cuenta de que ocupaba el primer puesto en la lista de idiotas.
No había sido un problema cerrar el trato con Industrias Chang. Más complicado iba a ser cerrarlo con Paula.
Porque antes tenía que cerrarlo consigo mismo.
Tenía que terminar con toda una vida de ideas y conclusiones estúpidas, conclusiones infantiles que ya no tenían lugar en el mundo de los adultos.
Se quitó la ropa y se metió en la ducha, sin esperar a que el agua saliese caliente. Y volvió a maldecirse por no haberle contado a Paula la verdad, toda la verdad, acerca del regalo, y del papel que él desempeñaba en el mismo, acerca de tío Eduardo, de lo que iba a ocurrir esa noche, sus confesiones… todo.
Sobre todo, debía haberle hablado de tío Eduardo. Estaba seguro. Del dulce y viejo tío Eduardo. El jardinero. ¿Se presentaría en la fiesta? Por supuesto. Por nada del mundo querría perderse cómo le cantaban las cuarenta a su sobrino.
Quince minutos más tarde, con el pelo todavía húmedo y la pajarita torcida, volvía a estar en el piso de abajo, de camino al salón de banquetes.
Al menos, durante una de las conversaciones telefónicas, había tenido el sentido común de pedirle a Paula que llegase temprano esa noche, para que hiciese de anfitriona en la cena. Así que debía de estar esperándolo, preguntándose dónde demonios estaba.
Pedro se detuvo, se levantó la manga de la chaqueta del esmoquin y se miró el reloj.
—Te equivocas —se dijo a sí mismo—. No debe de estar preguntándoselo, seguro que está enfadada.
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EPILOGO
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