martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 19
Ansiosa por alejarse de Alfonso Hall y de su dueño, Paula condujo hacia Holidays by Chaves casi con el piloto automático puesto.
Si hubiese bebido algo, habría podido decir que estaba borracha. ¿Qué otra cosa podía explicar su manera de comportarse cuando tenía cerca a Pedro a menos de tres metros de distancia?
Cuando se acercaba a menos de metro y medio, se convertía en una persona a la que le costaba reconocer. Y cuando se aproximaba todavía más, la mujer sensata, razonablemente inteligente, modesta, recta y un poco nerviosa que era, desaparecía por completo.
Tenía que tomarse un respiro, recordar quién era ella y quién era él.
Tal vez después de esa noche…
Entró corriendo en su tienda, con la mente todavía en cualquier sitio menos en el trabajo, y vio a Susana envuelta en una enorme guirnalda.
—Espera, déjame que te ayude, por favor —le dijo agarrando un extremo de la guirnalda que estaba hecha de verde artificial y decorada con lobelias escarlata y bolas rojas—. ¿Para qué es esto, por cierto?
—Tenía la esperanza de que tú lo supieses. No lo ponía en la caja. Lo único que sé es que la ha enviado Clara y que es urgente.
Paula frunció el ceño.
—Ah, espera, ya me acuerdo. Es para decorar la escalera de los Henderson. ¿Te acuerdas, Susana? Primero quisieron palomas blancas, pero luego a algún pesado se le ocurrió que las palomas blancas daban mala suerte dentro de casa, o algo así. La fiesta para los empleados de su marido es este sábado por la noche, así que menos mal que ha llegado esto. Si no, me habría tocado a mí ir en busca de las lobelias escarlata para cambiarlas por las palomas de la primera guirnalda. ¿Puede ir alguien a llevarla o quieres que lo haga yo? No me importa ir. Trixie Henderson habla por los codos, te volvería loca.
—No te preocupes, puede ocuparse Paul, él tampoco calla ni debajo del agua, así que harán buenas migas —dijo Susana después de volver a meter la guirnalda en su caja—. ¿Qué tal por la mansión? Tengo que decirte que por aquí nos hemos estado divirtiendo de lo lindo.
Paula fue hacia la trastienda, donde estaba la máquina de café. Susana preparaba un café buenísimo, y Paula había decidido que necesitaba despejarse antes de volver a ver a Pedro.
—¿Tienes que contármelo? ¿No sería más feliz si siguiese en la ignorancia?
—No, no te vas a escapar con tanta facilidad. Si yo he tenido que sufrir, tú también vas a tener que hacerlo. Me han llamado por teléfono a las tres de la madrugada porque mi número está en la lista de emergencias después del tuyo y, al parecer, tú no estabas localizable. Supongo que anoche alguien tuvo éxito…
Paula se volvió hacia la cafetera, fingiendo terminarse la taza. Sabía muy bien dónde había estado a las tres de la madrugada, con quién, y lo que había ocurrido.
—¿A las tres de la madrugada? ¿De verdad? Debía de estar tan profundamente dormida que no oí el teléfono. Lo siento muchísimo, Susana. ¿Qué pasaba? Veo que el edificio sigue en pie, así que es evidente que no era un incendio. Aunque —miró a su alrededor—, sería difícil decir si nos han robado algo o no.
—Muy graciosa, pero si quieres ver desorden, ven a mi casa. Estaré preparada para las Navidades, más o menos para febrero. De todos modos, aquí no ha pasado nada —le hizo un gesto para que se apartase de la cafetera y pudiese servirse ella—. Donde sí ha pasado algo ha sido en el centro comercial. ¿Te acuerdas de los doce días de la Navidad?
—Me acuerdo —dijo Paula—. Seguro que ha pasado como con el pavo, que se ha caído algo y ha herido a alguien. ¿A las tres de la madrugada?
—No, no es eso, pero gracias por seguirme el juego. ¿No quieres intentarlo otra vez? No, mejor no. Nunca lo adivinarías. Te aseguro que los guardias de seguridad nocturnos, o como se llamen, van a tener que dar explicaciones de dónde estaban.
Paula se sentó en un taburete, frente a la mesa de trabajo.
—¿Qué pasó?
Susana sonrió.
—¿Te acuerdas de que había ocho maniquíes de doncellas ordeñando? Pues seguían ordeñando, pero no las vacas. Digamos que diez señores saltarines habían perdido los pantalones, y sonreían de oreja a oreja. Dos de los maniquíes femeninos eran ambidiestros, por si no te salen las cuentas. Por suerte, los maniquíes no son anatómicamente correctos, pero cualquiera con un poco de imaginación sería capaz de atar cabos.
Paula se hizo una imagen mental de lo que había ocurrido.
—Dios mío…
—Veo que lo has entendido. Aparte de eso, habían cambiado otras cosas: habían intentado cruzar a las ocas con las gallinas y los cisnes, aunque será mejor que no te dé detalles. Y dos de los gaiteros tocando la gaita también estaban en una situación muy comprometida, pero relájate, ya está todo arreglado, antes de que abriesen las puertas ya estaban los maniquíes en su sitio. Supongo que ha sido una prueba de iniciación a alguna fraternidad, o algo parecido. Estaba demasiado bien hecho para haber sido los chicos del instituto.
—Tenía que haber estado allí —comentó Paula, que se sentía culpable—. No debí aceptar el trabajo que me ofreció Pedro, por muy estupendo que fuese. Ya estábamos demasiado ocupados.
—Ah, por cierto, acerca del trabajo de Alfonso.
Paula cerró los ojos un momento.
—¿Más malas noticias?
—Eso depende de lo que tú consideres malas noticias. Según tu agenda, la he consultado, terminarás el trabajo el día veintitrés, a tiempo para que tu guapo cliente celebre su cena de Nochebuena, ¿verdad?
—Verdad —confirmó Paula con cautela—. Todavía no había visto la casa, así que improvisé sobre la marcha cuando preparé el plan de trabajo ayer por la tarde. Necesitaría un par de días más, pero ése es mi objetivo.
Terminar en diez días, aunque lo más probable es que tenga que trabajar también los domingos.
—Bueno, pues no lo mires ahora, pero tu objetivo ha cambiado. Debí decírtelo inmediatamente, pero imaginé que la anécdota del centro comercial te haría reír, y te relajaría, antes de que te dejases llevar por el pánico.
—Crees conocerme muy bien —bromeó Paula.
—Lo siento. No debí haber esperado. Han llamado hace dos horas de tu periódico favorito de Filadelfia. Quieren incluir un reportaje completo de Alfonso Hall el día veintiuno. Con una entrevista a la diseñadora. Tuve que colgarles para hablar con la televisión, que quiere también una entrevista para el mismo día. Y hace veinte minutos han vuelto a llamar, esta vez de… ¡tachan! —Susana levantó una copia de la revista femenina más importante del país.
Paula sintió que se le salían los ojos de las órbitas.
—No juegues conmigo, Susana. No tiene ninguna gracia.
—¿Acaso me estoy riendo? Ya estoy planeando cuándo pedirte que me subas el sueldo, Paula, porque estamos despegando. La revista puede esperar hasta el veintitrés, ya que el artículo no saldrá hasta el próximo octubre, a tiempo para las Navidades del año que viene. Van con mucho adelanto, como comprenderás. Me ha dado toda la información mi nueva amiga, Mandy, la redactara jefe.
Paula se quedó inmóvil durante un minuto entero, dándole vueltas a la cabeza. Luego, se puso en pie.
—Hazme un resumen completo de todos los proyectos que tenemos en marcha. Supongo que no puede quedar mucho por hacer en ninguno, ya sea público o privado, y una estimación del mantenimiento que van a necesitar de aquí a Navidades. Hay que regar las plantas naturales y asegurarse de que no se cae nada, de que el viento no se lleva ningún adorno, de que ningún perro se lo come ni ningún niño lo estropea de un balonazo, y esas cosas. Lo habitual. Echa un vistazo a los archivos del año pasado. Te darán una buena idea de todo.
—Espera un momento. Frena —le ordenó Susana, agarrando papel y bolígrafo y escribiendo a toda prisa durante unos segundos—. Espera a que le diga a mi hijo que este año vamos a celebrar la Navidad en febrero. Está bien, estoy lista, dispara.
—Hazme otra lista de las personas de las que disponemos, y de cuántas más vamos a necesitar. Espero que ninguna. Llama a Sally Burkhart por teléfono, ya sabes, de la escuela de diseño. Seguro que me presta a algunos de sus estudiantes. De todos modos, pronto estarán de vacaciones. Quiero todo un equipo de chicos fortachones esperándome fuera de Alfonso Hall mañana a las siete de la mañana, y que se lleven un bocadillo para comer, porque van a tener que estar allí metidos todo el día. Hay dos montañas de cosas encima de los garajes, y hay que llevarlo todo a la casa, desempaquetarlo, seleccionarlo, limpiarlo y ponerlo en su sitio en cuanto yo sepa cuál es su sitio.
Hizo una pausa.
—Y encuentra a alguien para que se ocupe de las llamadas de teléfono, porque tú quiero que vengas conmigo. No puedo hacer esto sin ti.
Susana sonrió y se cuadró.
—Sí, señor. Sus deseos son órdenes para mí. Sabía que pasaría esto. Ah, y creo que es el momento adecuado para pedirte que me subas el sueldo.
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EPILOGO
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