martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 6




—Te he echado de menos en la cena, Pedro —le dijo S. Eduardo Alfonso mientras se sentaba en su sillón favorito en el amplio apartamento que tenía su sobrino en el ala oeste de Alfonso Hall.


Pedro nunca se sentaba en aquel sillón. Era su apartamento, pero aquél era el sillón de su tío, incluso cuando se marchaba de allí.


—Lo siento, tío Eduardo —contestó él cerrando la carpeta que había estado mirando hasta entonces y dejándola en la mesita de café que tenía delante—. Se me pasó el tiempo sin que me diese cuenta.


Demasiado tarde, se fijó en que la carpeta era la misma que su tío le había dado la semana anterior. La verde.


Y el tío Eduardo también se había fijado. Indicó la carpeta con un movimiento de barbilla y comentó:
—¿Qué tienes ahí? ¿Y por qué estabas frunciendo el ceño cuando he entrado?


Pedro tomó el vaso que había llenado hasta la mitad de whisky una hora antes y que todavía no se había terminado.


—¿Esto? Nada. Trabajo a medias. Pronto te daré el informe escrito. ¿Qué me he perdido? Por favor, no me digas que la señora Clarkson hizo sus famosos espaguetis con albóndigas. Aunque seguro que sí, a juzgar por la mancha que llevas en la camisa.


Su tío bajó la mirada a la pechera de su camisa y se rió.


—Dentro de poco tendré que ponerme babero, ¿eh? Bueno, me conformo con morirme antes de llegar a los pañales. Sí, espaguetis con albóndigas. Es martes, ya lo sabes, a no ser que se te haya olvidado también eso.


—No —contestó Pedro sonriendo—. No se me ha olvidado.


Su tío tenía unos gustos muy especiales, y bastante limitados, lo que encajaba bien con el evidente talento de la señora Clarkson y su igualmente limitado repertorio de recetas. En otras palabras, era martes, así que había espaguetis.


—¿Qué te trae por aquí, tío Eduardo? —le preguntó—. ¿Querías hablarme de algo?


La sonrisa de su tío le dijo que no merecía la pena intentar distraerlo. Nunca se había dejado engañar, ni en los negocios, ni mucho menos en su vida privada.


—Háblame de la chica.


Pedro le dio un trago a su whisky.


—Tío, ¿de verdad le has dicho a Bruno que no se ocupe de esto, o voy a contarte algo que ya sabes?


—Bruno está de camino a Hawai. Y tu cara me está diciendo algo que ya sabía. He dado con otra ganadora, ¿verdad?


Pedro dejó el vaso muy despacio y abrió la carpeta.


—No soy tan bueno con la cámara como Bruno… Me ha prestado su cámara y los objetivos, pero sigo sintiéndome como un mirón. De todos modos, aquí tienes, falta el informe escrito —dijo dejando un montón de fotografías encima de la mesita del café.


S. Eduardo se levantó y fue hacia allí al tiempo que se sacaba unas gafas del bolsillo de la camisa y se las ponía. Según el último informe trimestral, tenía dos mil seiscientos millones de dólares, pero, aun así, compraba las gafas de lectura baratas y al por mayor, y las tenía por toda la mansión.


—Cuéntame lo que estoy viendo, Pedro, por favor.


—Te gusta refregármelo por la nariz, ¿verdad? Está bien, te seguiré el juego —señaló la primera fotografía—. Aquí está nuestra señorita Chaves llegando al concesionario el sábado pasado a primera hora. El día después de que le diese el sobre. Me dio la sensación de que es de las que se levantan con energías, así que me aposté muy temprano fuera de su casa y me escondí al otro lado de la calle, en el coche de la señora Clarkson. El Mercedes habría llamado la atención en ese barrio.


Luego, señaló la siguiente fotografía.


—Aquí está la señorita Chaves con la boca abierta de par en par al ver la camioneta de lujo con el nombre de su empresa escrito en ella… —señaló la siguiente—. La señorita Chaves acariciando el logotipo, sobrecogida. La verdad es que daba casi vergüenza verla. Fue como espiarla mientras miraba encandilada a su amado. Bueno, ya sabes lo que quiero decir.


—Sí, tengo vagos recuerdos de cómo se miran los enamorados. Qué pena. Bruno habría conseguido algunas instantáneas estupendas de su cara. Lo que hace él es tirar muchas fotografías y darme sólo las mejores. Me da la sensación de que tú te tomas más tiempo antes de disparar.


—¿Estás hablando de cómo utilizo la cámara o de mí?


—Qué susceptible eres, Pedro. En ésa le has cortado la cabeza, ¿no? Maria solía hacer lo mismo. Teníamos que identificar a la gente por los zapatos —comentó mientras miraba la fotografía con detenimiento—. Aunque supongo que lo has hecho lo mejor que has podido. Es sólo que tienes talento para otras cosas, así que no te preocupes. Continúa, por favor. Hay más, ¿verdad?


—Gracias por no tener en cuenta lo mal que se me da la fotografía. Y, sí, hay más —contestó Pedro en tono neutral mientras le tendía a su tío las fotografías restantes—. Estas son de cuando entró a la camioneta, se sentó detrás del volante, tocó el claxon varias veces. Luego salió y estuvo contemplándola durante cinco minutos. Creo que lloró y todo, aunque no estoy seguro. Tal vez fuese el reflejo del sol, que le daba en los ojos.


—Qué dulce. Y es guapa, ¿verdad? A Maria le habría gustado su postura corporal. ¿Y luego qué pasó? —preguntó tío Eduardo mirando la siguiente fotografía por encima de las gafas, con ojos brillantes.


—Sabes bien cómo hurgar en la herida, ¿eh? Luego, devolvió las llaves de la camioneta al jefe de ventas.


Tío Eduardo levantó la vista de las fotografías y sonrió de oreja a oreja.


—¿Sí? Maravilloso. ¿Y qué ocurrió después?


—Sí, maravilloso. Y luego me quedé allí sentado como un detective privado que estuviese esperando a que el marido de alguien saliese del motel por horas al que había entrado una hora antes, con la cámara preparada y preguntándome por qué me odiaba mi tío.


—Pobrecito Pedro. Qué vida tan dura. Continúa. Veo que aquí vuelve a aparecer la señorita Chaves. ¿Dónde está?


—En su vieja camioneta —comentó Pedro entre dientes. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué le molestaba tanto que Paula Chaves fuese una buena persona? Eso no implicaba que no pudiese llevársela a la cama, ¿no?


El tío Eduardo seguía mirando la fotografía.


—Ah, de acuerdo. Su vieja camioneta. ¿Y la nueva? ¿Se la van a llevar a casa?


—Continúa viendo las fotografías, ¿vale? ¿O es que quieres seguir torturándome?


—Estás muy susceptible esta noche, ¿eh? Tómate otro whisky —tío Eduardo miró las fotografías restantes, deteniéndose en la última—. ¿Sabes, Pedro?, si fuese de los que se regodean con el éxito, ahora mismo estaría haciéndolo. Me alegra ver que el orfanato tiene una camioneta nueva. Aunque no es la misma que tenía el nombre de la empresa de la señorita Chaves, ¿no? Ésta es más grande y tiene ventanillas. Cuéntamelo, Pedro.


—Me ha dado los detalles tu amigo, el jefe de ventas del concesionario. Que, por cierto, intentó que le pagase lo que le había costado volver a pintar la anterior camioneta. La señorita Chaves, como ya habrás imaginado, cambió su camioneta por una con capacidad para quince pasajeros y luego la donó al orfanato. Y además hizo que extendiesen la garantía sin coste adicional. Según le explicó al jefe de ventas, los niños suelen salir de excursión y la camioneta del orfanato está casi más en el taller que en funcionamiento.


—Más o menos igual que su propia camioneta, ¿no?


—Sí. Ese trasto debe de tener diez años —Pedro se levantó. Llevaba dándole vueltas a una idea desde que había visto a los niños del orfanato en la camioneta—. Venga, pavonéate todo lo que quieras. Has ganado, tío Eduardo. Has dado con otra ganadora. Otra persona desprendida y generosa en un mundo dominado por la codicia. Otra persona que piensa que es mejor dar que recibir. Ahora, me toca a mí.


Tío Eduardo seguía mirando las fotografías de los niños del orfanato.


—¿El qué te toca a ti?


Por primera vez en tres días, Pedro sonrió de verdad.


—Siempre preparo la fiesta de Nochebuena en algún hotel del centro, ¿verdad? Pues este año, este año tengo otros planes. La fiesta va a tener lugar aquí, tío Eduardo, en esta casa. Y si no está demasiado ocupada echándose purpurina por encima y separando a cisnes en situación comprometida, creo que he encontrado a la decoradora que necesitamos.


—¿Aquí? —el tío Eduardo se quedó pálido—. Pero… no estoy de acuerdo con eso, Pedro. No, no podemos hacerlo. Hace mucho tiempo que no hemos traído a nadie a Alfonso Hall.


—Eso también lo sé —contestó Pedro con amabilidad, consciente de que la última vez que su tío y el personal habían estado en la casa grande había sido para el funeral de Maria. Ya era hora de empezar a volver a llenar las habitaciones.


Había tantas…




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EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...