martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 13
Paula aceptó la copa de licor de mora que Pedro le había dicho que le gustaría más que otra copa de vino. Se esforzó por que no le temblase la mano.
—Gracias.
Luego observó cómo él volvía al pequeño bar a servirse un coñac de otro decantador de cristal.
Le había dicho que el licor de mora era demasiado dulce para él, y más apropiado para ella, ya que le había gustado el vino que había escogido para la cena.
Paula se había limitado a contestar con movimientos de cabeza y monosílabos, porque todavía estaba intentando averiguar por qué demonios lo había abrazado. Y, todavía peor, por qué lo había besado.
Y eso que se había puesto un metafórico cinturón de castidad antes de acudir a la cita de aquella noche.
Aunque, al fin y al cabo, no era tan malo haberle dado un abrazo y un beso. Había sido un gesto de agradecimiento, nada más. En teoría.
¿Y en la práctica? En la práctica estaba bastante segura de que si se hubiese quedado allí diez segundos más, habría terminado encima de la señorial mesa de comedor, con las piernas abrazadas a su cintura.
Le dio un trago a su bebida. Estaba dulce. Y era un poco espesa. Almibarada, casi pegajosa. Y, mientras volvía a beber, deseó que también fuese medicinal. Que curase su estupidez transitoria.
Sentada en el sofá de cuero, levantó la mirada y vio a Pedro acercándose de nuevo a ella, con la copa en una mano, y un enorme álbum de fotografías debajo del otro brazo.
—Hay por lo menos una docena de álbumes, o más, pero me parece que podemos empezar con éste. Contiene lo que mi madre llama una perspectiva general de la vida de Alfonso, entonces y ahora. En otras palabras, se cansó de organizar todos los miles de fotografías que tenía por orden cronológico.
—¿Tienes alguna sentado en una piel de oso convertida en alfombra? —le preguntó Paula mientras él se sentaba a su lado—. ¿O es una tortura que los padres ya no infligen a los hijos?
—¿Una tortura?
—Sí. Ya sabes. Tu primer baile, y tu madre saca el viejo álbum de fotos para enseñárselo a tu acompañante, y lo abre directamente por ésa en la que estás con el culo al aire encima de una manta. Siempre pasa en las series de televisión.
—Supongo que tuve suerte de librarme de eso —dijo Pedro dejando la copa en el borde de la mesita de café antes de apoyar el libro y abrirlo—, pero por aquí hay una página vacía porque arranqué la fotografía, la única que existía, por cierto, en la que sonreía de oreja a oreja con los dientes llenos de hierros. Estuve dos años con el ceño fruncido.
—¿De verdad? Lo he pensado alguna vez —comentó Paula, luego, se explicó—: Quiero decir, no que hubieses fruncido el ceño, porque no sueles hacerlo, sino cómo se sienten los niños a los que les ponen aparato. Yo no lo necesité.
—Pues tienes suerte. No pude comer chicles durante dos años, y eso me volvía loco. Lo raro es que llevo veinte años sin probar los chicles, y no los echo de menos.
—No, no es raro, es normal, y humano. Solemos querer lo que no podemos tener —comentó Paula, y luego volvió a enfadarse consigo misma por bocazas.
Él la miró a los ojos, divertido.
—Y luego, cuando por fin lo tenemos, cuando por fin lo conseguimos, ya no lo queremos, ¿verdad?
—Supongo que eso también es normal —Paula bajó la cabeza hacia el álbum con la esperanza de encontrar algo que la ayudase a cambiar de conversación—. Eh, mira, ¿quién es ése? ¿Has visto el cuello que lleva? Da la sensación de que va a cortarse una oreja si mueve la cabeza.
—Creo que lo llamaban cuello postizo —comentó Pedro muy cerca de su oído—. Ése debe de ser Pedro Eduardo Alfonso II. Júnior Alfonso. O Alfonso III. En fin, otro de los numerosos Pedros de la familia. A estas alturas, debería conocerlo, ¿verdad?
Sin saberlo, había metido el dedo en la llaga.
—Sí, Pedro, deberías saberlo. La familia es importante. Es tu patrimonio. Saber quiénes eran ellos te ayuda a conocerte a ti mismo. Esta casa, Pedro, es maravillosa, es un tesoro del que puedes estar orgulloso, pero, al final, lo que cuenta de verdad es la familia. Conocer cuáles son tus raíces.
Luego cerró la boca, porque había vuelto a precipitarse al abrirla, haciendo comentarios inoportunos. No estaban hablando de la historia de sus vidas. Aquel hombre era su cliente. Y punto.
—Supongo que tienes razón —admitió Pedro pasando página tras página. En todas las fotografías aparecía la casa en Navidad—. Mi madre estuvo estudiando su genealogía durante una época. Tengo que enviarle estos álbumes para que clasifique algunas de estas fotografías. Mira, aquí hay una del vestíbulo.
Paula se inclinó hacia delante, dirigiendo la mirada hacia la fotografía que Pedro le estaba señalando con el dedo. Lo que vio fue a un niño pequeño vestido con una camisa blanca y unos pantalones cortos de terciopelo azul marino, con una rodilla vendada, sonriendo a la cámara con orgullo y mostrando una caña de pescar. Los ojos del niño también sonreían.
Algo en su interior se revolucionó. No le parecía tan sofisticado…
—Entonces, ¿qué te parece?
Por suerte, Paula volvió a la realidad justo un segundo antes de responder:
—¿El qué? —se aclaró la garganta—. Es una buena fotografía. Se aprecian muchos detalles. Me parece que podré recrear el ambiente. Es bastante sencillo, en realidad, las guirnaldas de hoja hechas con plantas de hoja perenne, los lazos y todo eso. Muy tradicional, como se llevaba antes. No obstante, es probable que tenga que hacer los lazos nuevos, suelen estropearse a no ser que se hayan guardado con mucho cuidado. Por cierto… ¿Éste eres tú?
—Sí, en toda mi gloria —contestó Pedro sin dejar de mirar la fotografía, sonriendo levemente—. Me encantaba esa caña de pescar. Hacía mucho tiempo que no me acordaba de ella, pero me encantaba —se volvió para mirarla a ella—. Hay un riachuelo que atraviesa la propiedad. Sólo tiene peces pequeños de agua dulce, pero eso no impedía que me imaginase que algún día iba a pescar una ballena. Aunque lo único que solía traer a casa eran ranas con las que mamá no me dejaba quedarme.
Paula estaba segura de que no estaba intentando mostrarse encantador. Bueno, estaba casi segura. En realidad, era encantador. Le salía de manera natural, como el hecho de respirar.
Se dio cuenta de que aquello era una batalla sexual a la que había acudido muy mal armada y sin una estrategia clara. Era hora de batirse en retirada.
—Tenías un poni, tu propio riachuelo, ¿qué más formó parte de tu niñez, Pedro? ¿Hay una piscina o una cancha de tenis cubierta en alguna parte?
Él arqueó las cejas.
—El tono de la pregunta ha sido gracioso, pero la pregunta en sí, un tanto mordaz. ¿Qué pasa? Hace un rato lo estaba haciendo bastante bien. ¿He perdido puntos por haber tenido una infancia feliz?
—No, por supuesto que no. No seas tonto —contestó ella volviendo a mirar el álbum de fotografías. No había pretendido ofenderle—. Cuando yo era pequeña tenía una amiga imaginaria. Bueno, en realidad era una hermana imaginaria. Se llamaba Gretchen y era la más valiente de las dos, la que miraba debajo de la cama y dentro del armario todas las noches para asegurarse de que no había monstruos acechándome.
—¿Encontró alguno alguna vez?
Paula lo miró con el ceño fruncido.
—¿Algún qué? Ah, monstruos. No, no encontró ninguno. Pero eso no quiere decir que no los hubiera. Ella hacía que no se acercasen.
—¿Y quién hace que no se acerquen ahora que has crecido? ¿Ha sido reemplazada Gretchen por un caballero de brillante armadura? ¿Debería tener cuidado con él y con su gran semental blanco?
La conversación estaba empezando a resultar ridícula, además de cada vez más incómoda.
—Tengo treinta años, Pedro, ya no soy una niña. Y soy capaz de defenderme sola de mis dragones.
—Así que no tienes novio —continuó Pedro. Era un hombre muy persistente—. No hay un hombre en particular en tu vida.
—No, Pedro, no hay un hombre en particular en mi vida —repitió ella poniéndose tensa—. Y, por si se te ocurre preguntármelo, tampoco lo estoy buscando. Mi vida ya es bastante completa tal y como está. Ahora, búscame alguna fotografía del salón de banquetes o llévame a casa, porque esta conversación ha terminado.
—A mí también me ha dado la sensación de que estábamos hablando demasiado —dijo Pedro pasando una mano por su cuello y atrayéndola hacia él—. Demasiado…
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EPILOGO
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