martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 17




En toda su vida, Pedro nunca había acortado una reunión por motivos personales, pero lo hizo esa mañana. Le parecía justo, no tenía la cabeza en la globalización económica, sino mucho más cerca de su casa.


Su tío le había dejado que se preocupase antes de admitir que estaba sano, pero que se sentía viejo y solo. No obstante, aquello le había hecho pensar en cosas que no había tenido planeado plantearse, al menos, hasta llegar a la cuarentena. Estaba en la flor de la vida.


No estaba del todo seguro de que Pedro Eduardo Alfonso V, o sea, él, estuviese preparado para tener un Pedro Eduardo Alfonso VI.


Aunque no debía habérselo dicho a tío Eduardo, que no había tardado en comentar que tal vez fuese siendo hora de que Pedro Eduardo Alfonso V empezase a crecer.


Estupendo.


Lo que le llevó a volver a pensar en el tema, en la persona, que estaba ocupando su mente todavía más que las palabras de su tío: Paula Chaves. Aquella mujer tenía algo…


Lo había estropeado todo la noche anterior, eso estaba claro. Ella le había lanzado el reto, lo había desafiado con la mala opinión que tenía acerca de su modo de vida, y él había utilizado todas sus artimañas para romperle las defensas, y llevarla a donde quería tenerla.


No podía quejarse de que no hubiese funcionado. La cena, Alfonso Hall, darle un proyecto que sabía que era un sueño para ella, ablandarla con las historias de su niñez… Por suerte, había sido listo. Aquella fotografía suya con la caña de pescar había sido una de las favoritas de su madre, y le habría derretido el corazón hasta a una piedra. Y luego, había entrado en acción en el momento oportuno.


Entonces, ¿qué le pasaba?


O tal vez fuese mejor que se preguntase por qué le había costado tanto llevar a Paula a casa la noche anterior. ¿De verdad se le había pasado por la cabeza llevarla a su cama, al piso de arriba, una cama a la que no había llevado a ninguna mujer? ¿Por qué le había dado un beso de buenas noches y después se había marchado, y luego había vuelto para darle otro beso más?


Era la primera vez que hacía algo así. Nunca había sentido la necesidad de hacer nada parecido. También era la primera vez que le hacía el amor a una mujer y que no empezaba a imaginar, inmediatamente después, cómo deshacerse de ella.


Pero Paula era diferente. Pedro se lo había dicho a su tío, y lo pensaba. Había algo real en ella. Para empezar, se ganaba la vida trabajando, algo que no podía decir de la mayoría de las mujeres con las que había…
¿Con las que había hecho qué? ¿De las que había disfrutado? ¿A las que había utilizado?


—¡Vaya por Dios! No necesito psicoanalizarme, darle tantas vueltas a cómo soy —gruñó justo cuando llegaba al garaje y veía la camioneta de Paula aparcada allí—. Entraré, la veré, seré agradable porque voy a tenerla aquí hasta el día de Nochebuena, algo en lo que tenía que haber pensado antes de empezar esto… Pero eso es todo. No es la mujer adecuada, ni el momento adecuado. Ha aparecido justo en el momento en el que el tío Eduardo me metía ideas tontas en la cabeza. Aquí no está pasando nada. Salvo que estoy hablando solo, y eso no puede ser buena señal…


Pedro le duró la fuerza de voluntad hasta que la vio. Había entrado por el balcón que había en la parte de arriba del salón de banquetes, imaginando que podría quedarse allí, sin que lo viese, y observarla trabajando. Así tendría tiempo de examinarla de verdad, con la guardia baja. Tal vez no consiguiese alterarlo como había hecho la noche anterior. O desde el momento que la había visto, cubierta de purpurina plateada, como un ángel muy sexy.


No sabía qué pasaría cuando la observase así, pero era la única idea que tenía, así que apostó por ella.


Pero cuando abrió la puerta del balcón, se encontró con Paula de espaldas, apoyada en la barandilla.


Y su imagen, desde atrás, era igual de buena, los pantalones se le ceñían de un modo muy tentador al trasero y marcaban sus largas piernas. Unas piernas que ya conocía y que no podría disimular ningún pantalón.


La chaqueta verde también le sentaba bien, pero a Pedro le pareció una armadura que escondía todavía más tesoros de la vista. Habría sido mejor un jersey suave, como el que se había puesto el primer día.


Se maldijo. Paula había ido allí a trabajar. No podía esperar verla con una bata de satén. 


Además, aquellos pantalones tenían el mismo éxito.


Pedro decidió que podría seguir viendo a Paula Chaves hasta Nochebuena sin considerarlo un sacrificio. Siempre y cuando… no, mejor ni pensarlo. Siempre y cuando ella supiese que lo suyo era temporal. Él ya lo sabía.


Sacudió la cabeza, porque estaba seguro de que se le había soltado algún tornillo dentro, y se acercó a ella. Se inclinó y le dio un beso en la nuca.


—Por fin te he encontrado —le susurró al oído—. A veces esta casa es demasiado grande.


Pedro… Hola —contestó Paula sin dejar de darle la espalda—. Esto… La señora Clarkson me había dicho que no volverías hasta las seis.


Pedro se apartó, se sintió rechazado. Se había sentido bien besándola en el cuello, pero al parecer a ella no le había afectado.


—Ya lo sé. He hecho novillos. He pensado que tal vez necesitarías a alguien para sujetarte la cinta métrica. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Esto… nada.


Se puso a su lado en la barandilla y la miró, parecía estar escondiéndose algo dentro de la chaqueta.


—¿Qué tienes ahí?


—Nada. De verdad. Sólo estaba tomando notas. Estaba… vaya. Está bien. Me has pillado —sacó algo de debajo de la chaqueta y se lo tendió.


Pedro sonrió, primero, mirando el avión de papel que Paula acababa de darle, y luego, a ella, que se había ruborizado.


—¿Tienes otra hoja de papel? Ésta no la has doblado del todo bien. Volará mejor si le das más envergadura.


—¿De verdad? —Paula arrancó otra hoja del cuaderno que había dejado encima de las sillas de los músicos—. Enséñame. Sabía que estaba haciendo algo mal.


Pedro miró por encima de la barandilla y volvió a sonreír. Había media docena de aviones de papel en el suelo del salón, y otro atrapado en una enorme lámpara de araña.


—No está bien que le eche la culpa de su fracaso a un objeto inanimado, señorita Chaves. Yo, por mi parte, nunca pongo excusas. Aunque tengo que decir que soy un experto haciendo volar aviones de papel.


—Sí, sí, ya sé que tienes mucha labia, Alfonso —comentó ella ofreciéndole la hoja de papel—. Ahora, vamos a ver lo que sabes hacer.


Él aceptó la hoja y se dio cuenta de que era papel milimetrado. Y que tenía buen peso para hacer un avión de papel.


—¿Lo utilizas para tus diseños?


—Sí, para hacerlos a escala. Aunque con este proyecto todavía no he llegado tan lejos. Siento decirte que todavía estoy dándole vueltas al tema.


—¿Lo que explica que hayas estado lanzando avioncitos de papel? —preguntó Pedro mientras doblaba la hoja.


—¿Qué quieres que te diga? No fumo y tampoco suelo beber. Tengo que tener algún vicio, ¿no? El mío es perder el tiempo haciendo cosas que no debería hacer cuando no estoy segura de qué debería estar haciendo.


Pedro arqueó una ceja y sonrió.


—¿Me equivocaría si pensase que yo también entro en esa categoría? ¿En la de cosas que no deberías hacer?


Paula hizo una mueca.


—En realidad, eres el primero de la lista. Ahora, demuéstrame tus habilidades, aunque ya me las has demostrado en… Quiero decir, que me demuestres lo que eres capaz de hacer. ¡No! Borra eso. Limítate a lanzar el maldito avión, ¿de acuerdo?


Pedro sonrió al verla tan frustrada consigo misma.


—¿Quieres que vaya a buscar otra pala? ¿O crees que ya te has enterrado bastante tú sola?


—Si todavía no he desaparecido, es que no estoy lo suficientemente honda. Lo siento, Pedro. Es que… Bueno, me siento un poco incómoda. Después de lo de anoche…


—Sólo he podido pensar en ti —dijo él. La vio bajar la mirada—. No es una frase hecha, por cierto, y con toda sinceridad, tengo que reconocer que no me hace feliz.


Ella levantó la cabeza.


—¿Perdona?


Pedro se dio cuenta de que había hablado demasiado y decidió tener más cuidado en adelante. Lanzó el avión. Al principio, cayó de manera peligrosa, pero luego se levantó, sobrevolando el salón antes de aterrizar con suavidad en el suelo de parqué.


Pedro se frotó las manos, satisfecho.


—Todavía sé hacerlo —dijo en tono de broma.


—Es verdad —admitió Paula. Hizo un gesto con la mano, como para decirle que soltase lo que había estado a punto de confesar un momento antes—. ¿Estabas diciendo…?


—Nada. Me suele ocurrir, lo de no decir nada. Así que… cuéntame tus planes para la gran noche. Yo he estado dándole vueltas a la idea de asar un cochinillo en la chimenea, pero hace más de cinco años que no se enciende, así que si quieres que lo hagamos, antes tendremos que comprobar que funciona.


—Ya lo tengo anotado. La limpieza de la chimenea, quiero decir, no lo del cochinillo. Yo preferiría hacer arder en ella un tronco grande, me parece más tradicional.


Mientras hablaba, arrancó otra hoja de papel y empezó a doblarla, imitando el modo en que lo había hecho él poco antes. Aprendía con rapidez… y tal vez eso no fuese bueno. Sobre todo, si se dedicaba a aprender acerca de él.


Le agarró las manos mientras hacía otro doblez.


—No, así no se hace. Recuerda que quieres que tenga impulso. A ver, ¿qué tal se te da el lanzamiento?


—No tan bien como a ti, no lo he practicado tanto, eso, seguro —replicó Paula.


Habían vuelto a entrar en terreno peligroso. Era evidente que no les costaba mucho hacerlo. A Pedro le estaba empezando a dar la sensación de que aunque comenzasen hablando del tiempo, terminarían lanzándose indirectas.


—Tienes razón —se puso detrás de ella, la agarró por la cintura con la mano izquierda y puso la derecha sobre la suya—. Está bien, tienes que hacerlo así —se acercó más, captando su sutil aroma—. ¿Qué perfume llevas? Hueles bien.


—Creo que es jabón —respondió ella.


Pedro sintió que respiraba profundamente, casi temblando.


—¿Sólo jabón?¿De verdad? —estaba casi seguro de que a Paula le latía el corazón a toda velocidad y su ego, que se había sentido un poco maltratado, se recuperó.


—O tal vez sea el champú. No suelo perfumarme.


—No lo necesitas —comentó él en voz baja, agarrándola por la muñeca—. Está bien, allá vamos. Tienes que echar el brazo hacia atrás, así, sujetando el avión con cuidado, pero con firmeza. No te olvides de mantener en mente la trayectoria mientras vuelves a echarlo hacia delante, y…


—¿Qué quiere decir eso, con exactitud, hablando de aviones de papel? ¿Lo de la trayectoria?


—Significa lo mismo lo utilices como lo utilices. Es el camino que recorre un proyectil o un cuerpo cuando atraviesa el espacio. En otras palabras, da lo mismo. Tú lánzalo y a ver adonde va.


—Vaya. No me estás ayudando mucho, Pedro. Quiero que vuele, por supuesto. No me voy a dar la vuelta en el último momento y lanzarlo contra la pared que tengo detrás.


Pedro le acarició la zona de detrás de la oreja con los labios.


—Si tengo que enseñarte también a jugar al golf, voy a necesitar mucha paciencia y un par de copas.


Pedro oyó cómo sus propias palabras le retumbaban en la cabeza. ¿Golf? ¿Acababa de decirle que iba a enseñarle a jugar al golf? No, no podía enseñarle en diciembre. ¿Significaba eso que estaba pensando en Paula y en el futuro al mismo tiempo? ¿Qué demonios le estaba pasando? ¿Todo aquello era culpa de tío Eduardo, o de ella? No podía ser culpa suya. No era más que un pobre inocente. Bueno, no del todo inocente. Sobre todo, después de la explosión de pasión de la noche anterior, ni después de no haber podido sacársela de la cabeza en todo el día.


Soltó la muñeca de Paula y se apartó de ella.


—¿Por qué sois tan quisquillosas las mujeres cuando un hombre intenta enseñaros a hacer algo? Tíralo y punto.


Ella siguió dándole la espalda.


—Sí, señor. Como usted mande, señor —luego se volvió hacia él, todavía con el avión en la mano—. ¿Estás intentando pelearte conmigo, Pedro?


Pedro estuvo a punto de decirle que no fuese ridícula, pero tal vez tuviese razón.


—No estoy seguro. ¿Y tú?


—Tal vez fuese más sencillo —dijo agarrando el avión con ambas manos, estropeándolo—. Vaya, mira lo que he hecho. Vete, Pedro. Me pones nerviosa y hago tonterías —hizo una bola de papel con el avión—. Bueno, ¿acaso no ha sido ése un comentario sutil?


—Ha sido sincero, y creo que me siento halagado —le tendió la mano abierta, y ella dejó la bola de papel en la palma—. Aunque no es exactamente lo que tengo en mente —comentó sonriendo—. Ven, vamos a la biblioteca y hablemos un poco más de tus planes. Recuerda que soy tu fuente de investigación.


—No del todo —le dijo Paula recogiendo el bloc y el bolígrafo y siguiéndolo—. Tío Eduardo también me ha sido muy útil. Y es tan dulce… Me ha acompañado a los trasteros que están encima de los garajes, donde está guardada toda la decoración de Navidad, y me ha enseñado sus flores de Pascua, que son maravillosas, y más que suficientes para montar un árbol que va a dejarte de piedra.


Pedro le pareció que mantenía bien la compostura, teniendo en cuenta la velocidad a la que estaba dándole vueltas la cabeza. Supo que tenía que saber más.


—¿Qué has dicho? ¿Tío Eduardo? ¿Dulce? ¿Tío Eduardo? —preguntó agarrándola de la mano y llevándola hacia las escaleras que bajaban al salón.


—El jardinero, sí. Estaba buscando a… Bueno, en realidad estaba cotilleando un poco, cuando descubrí el magnífico invernadero y entré. Y me parece maravilloso que sigas contando con él, aunque supongo que no puede hacer trabajos duros ni cuidar de los jardines. Aun así, diría que vale su peso en oro por el mimo con el que trata a sus plantas.


—¿Qué vale su peso en oro? —repitió Pedro sonriendo. ¡El viejo zorro!—. Sí, creo que en eso tienes razón. Así que has conocido al tío Eduardo, mi jardinero. ¿Qué más has estado haciendo, además de colgar aviones de papel de las lámparas?


La dejó pasar delante de él en la biblioteca y se dio cuenta de que se ponía tensa al ver el sofá.


Había treinta y cinco habitaciones en la casa y había tenido que elegir la biblioteca. Era evidente que estaba perdiendo cualidades. Y dado que Paula Chaves era la única novedad que había en su vida, la única complicación real que tenía en la vida, sólo podía culparla a ella. O a sí mismo.


Paula levantó la barbilla y se volvió a sonreírle.


—Entonces, ¿has encontrado más fotografías? Me gustaría saber lo que hacían con el belén, dónde se colocaba. Es magnífico, y tío Eduardo me ha contado que todas las figuras están hechas a mano en España. Lo que me sorprende es que lo hayáis tenido guardado encima del garaje durante tantos años.


—Ya lo sé. Y me da vergüenza reconocerlo. Pero tú vas a encargarte de cambiar eso, ¿recuerdas? —Pedro se frotó la nuca e intentó concentrarse en otra cosa que no fuese la forma en que el sol entraba por el gran mirador e iluminaba a Paula de tal manera que su figura parecía delineada en oro.


—Todavía no me has dado tiempo, pero voy a intentarlo —comentó ella ladeando la cabeza—. ¿Qué estás haciendo?


—¿Que qué estoy haciendo? Nada.


—Sí, me estás mirando otra vez de ese modo tan extraño. Como si tuviese un trozo de espinaca metido entre los dientes, o como si fuese un marciano que acabase de bajar de su platillo volante. Ya vale.


—No quieres que esté aquí, ¿verdad? —preguntó Pedro



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EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...