martes, 1 de enero de 2019
CAPITULO 16
De acuerdo, era una idiota. Tal vez incluso estuviese casi para que la encerrasen. ¿Qué otra cosa podía explicar su comportamiento de la noche anterior? Después de jurarse a sí misma, y de jurarle a él, que no iba a implicarse, que no iba a convertirse en otra de sus aventuras pasajeras, se había derretido ante sus sonrientes ojos marrones que, de pronto, se habían vuelto intensos y misteriosos.
Y sensuales. Pedro Alfonso era, sin duda alguna, muy sexy. Su aspecto, su voz, su olor, la manera en que ponía la boca cuando se concentraba para entrar en acción. Sí. Era un expertus romanticus, como habrían dicho, o no, los romanos. Era algo intrínseco a él.
—Y te ha atrapado —se dijo Paula a sí misma en voz alta, agarrando con fuerza el volante de la camioneta.
«¿Te estás oyendo? Sólo has pasado una noche con ese tipo y ya estás diciendo esas cosas.
Pensando esas cosas», cerró los ojos. «Ya te estás preguntando cuándo te va a dejar como un coche usado para ir a comprarse un modelo nuevo, con la esperanza de que siga utilizándote para recorrer unos kilómetros más. Dios mío, Paula, eres patética».
Y lo que era todavía más patético era el modo en que estaba hundida en el asiento del conductor de su camioneta, que había aparcado en un lugar donde no se la veía, detrás de una valla publicitaria, fuera de la autopista, esperando a que pasase el coche de Pedro de camino a la ciudad.
La noche anterior, al llevarla a casa, le había dicho que tenía una reunión esa mañana. Luego le había dado un largo y abrasador beso, sin duda, con la intención de que siguiese pensando en él hasta que volviesen a verse. Y había funcionado.
También le había dado el código de seguridad de las puertas de la propiedad. Lo había hecho para demostrarle su confianza, un gesto amable, y le había dicho que fuese cuando quisiese para preparar la decoración, medir las escaleras, o lo que necesitase hacer.
Todo era tan fácil… Paula podía entrar en su vida sin darle más vueltas, caer en sus brazos, en su cama. Pedro hacía que fuese fácil. Lo hacía todo sencillo. No le extrañaba que ninguna de sus amantes viese el hacha caer hasta que ya era demasiado tarde.
«Aunque todas sabían que lo más probable era que cayese el hacha», se recordó justo en el momento en el que se le encogía el estómago al ver el lujoso coche de Pedro que iba en dirección a la ciudad. «Tú sabes que el hacha está ahí, y él sabe que tú lo sabes, porque eres una bocazas, Paula Chaves, y se lo has dicho. Él se imagina que conoces las reglas y que las aceptas».
Arrancó la camioneta y entró en la autopista.
«¿Cuándo voy a aprender que no soy tan sofisticada como creo ser?».
No obstante, le parecía que había salido airosa con Susana un rato antes, cuando su amiga le había pedido un informe detallado de lo que había ocurrido la noche anterior. Ella se había concentrado en describir el trabajo, la magnitud del proyecto, y había evitado que le hiciese demasiadas preguntas personales. Después, había buscado la cámara digital y una cinta métrica y se había marchado del despacho antes de que Susana la marease con cuánto dinero iban a ganar con aquel trabajo.
En esos momentos, iba de camino a Alfonso Hall, escondiéndose como una ladrona, evitando al hombre que la había tumbado en los mullidos cojines y le había hecho el amor como si fuese la mujer más bella y atractiva del mundo.
Al menos, lo sería durante esa semana.
Eso era lo que tenía que recordar cuando volviese a estar en su presencia. Que era algo pasajero, igual que el trabajo de decoración de la casa.
Detuvo la camioneta y sacó medio cuerpo por la ventanilla para marcar el código. Luego atravesó las puertas y volvió a detenerse un poco más tarde para observar la imponente estructura que se levantaba ante ella.
Pedro tenía razón. La fachada le hacía pensar en el castillo de Biltmore House, el color, la forma de las ventanas. Pero, a pesar de ser grande, el castillo debía de ser al menos tres veces mayor, y todavía sobraría sitio para un garaje para cinco coches y una pista de tenis.
Así que no era tan grande.
Sí, podía ver aquella mansión como el hogar de alguien, aunque Pedro debía de haber tenido mucho espacio para correr. En esa casa había sitio más que suficiente para una docena de hijos deslizándose por las barandillas y jugando al escondite por las habitaciones.
Eso, decidió, se debía al diseño. La parte central, de tres pisos, estaba formada por el inmenso vestíbulo y las escaleras dobles que estaban delante del salón de banquetes, en el que pronto estaría su pueblo medieval en miniatura. Salvo en ocasiones excepcionales, esa parte central sólo se utilizaba para cruzar de un ala de la casa a la otra, idéntica a la anterior.
Pedro le había dicho que vivía en un ala, y Paula se preguntó en cuál de las dos. Al fin y al cabo, no habían pasado del primer piso, o sí?
¿Podría subir al segundo piso? ¿Y podría dejar de pensar que se había vendido por un trabajo estupendo y un sexo todavía mejor?
Aparcó la camioneta cerca de los garajes y se miró en el espejo retrovisor para comprobar que llevaba bien el maquillaje antes de bajar y ponerse a buscar a la señora Clarkson, el ama de llaves, para avisarla de que iba a estar merodeando por allí.
Se estiró la chaqueta verde que llevaba encima de una camisa de seda de color crema y unos pantalones negros de raya diplomática que se había puesto para parecer más profesional, y estaba llegando a la puerta que Pedro le había dicho que había al otro lado de los garajes, cuando el sol se reflejó sobre algo a lo lejos.
Por curiosidad, se alejó de la puerta y reflexionó acerca de su idea de dejar el abrigo en la camioneta. Luego, dado que el sol calentaba, se encogió de hombros y atravesó el césped, rodeando la parte exterior del salón de banquetes, para dirigirse hacia la otra ala.
Mientras caminaba, no podía dejar de girar la cabeza a izquierda y derecha, para admirar las enormes terrazas y la piscina que tenía su propia cascada de piedra.
Y si la vista no la engañaba, había dos, no, tres banderas colocadas encima de tres mástiles y esos mástiles… Era increíble, ¡tenían hasta un campo de golf!
—Eso me parece una obscenidad —dijo en voz alta, riendo.
Lo que no le parecía una obscenidad era el invernadero hacia el que se dirigía. Era, sencillamente, increíble. ¿Cómo era posible que algo tan enorme, tan moderno, pareciese estar allí desde que se había construido la casa?
Estaba empezando a tener frío y decidió que estaría mejor dentro del invernadero. Entraría sólo un minuto, y luego volvería a buscar a la señora Clarkson.
Le pareció una buena excusa, si alguien la sorprendía curioseando.
Llamó a la puerta, pero dudó que nadie la oyese, ya que estaba sonando a todo volumen un fragmento del Fantasma de la Opera en el que Sarah Brightman, interpretando a la solitaria Christine, se lamentaba de la pérdida de su padre.
Aquella canción, su conmovedora letra, la voz de Sarah Brightman, siempre la habían hecho llorar. Echaba de menos la presencia de muchas personas en su vida, sobre todo, la de su padre y su madre.
Empujó la puerta, que se abrió sin hacer ruido, así que entró. El calor, el aire húmedo y el fuerte aroma a flores la golpearon. Y la voz de Sarah Brightman se le metió dentro.
—Hola. ¿Hay alguien? ¡Hola!
La música cesó y Paula oyó que alguien le contestaba desde el otro lado del invernadero.
—Estoy aquí atrás, dos mesas detrás y a la izquierda de la de las amarilis. ¿Sabe usted cómo son las amarilis, jovencita?
—Sí, señor, sí —contestó Paula avanzando hacia la voz.
—En ese caso, me va a resultar una visita reconfortante, después de la anterior.
Paula vio a un hombre mayor, aunque no excesivamente, que estaba de pie, con un macetero vacío en una mano y una paleta en la otra.
—Y mucho más agradable a la vista. Hola, soy el tío Eduardo.
Paula contestó con una sonrisa, rápida y genuina. El hombre tenía un rostro muy agradable, el pelo cano y despeinado y llevaba las mejillas manchadas de tierra.
—Y yo soy Paula, hola. Por favor, discúlpeme por haber entrado así. Me ha llamado la atención la belleza del invernadero. Y la maravillosa música —sonrió todavía más—. Y las flores. Tiene aquí montado todo un paraíso, ¿verdad, tío Eduardo?
—Sí. Estoy yo solo, con mi música, mis amigas las flores… y, por desgracia, algunos pulgones. Pero los venceré. Siempre lo hago. Tú eres la encargada de decorar la casa para Pedro, ¿verdad? Es mucho trabajo. Podría decirse que es un trabajo demasiado grande para una chiquilla tan guapa como tú.
—¿Está coqueteando conmigo, tío Eduardo? —preguntó Paula mientras apoyaba la cadera en una de las mesas de metal.
—Es posible —respondió él, guiñándole un ojo—. Pero… ¿a mi edad? Creo que será mejor que te regale unas flores. Tengo unas ponsetias allí. Las hay de todas las formas y tamaños. Supongo que querrás las rojas.
—Voy a querer montones de ponsetias, tío Eduardo. ¿Cuántas tiene?
—Suficientes. Vas a necesitar cuarenta y siete para hacer el árbol. Han pasado algunos años, pero sigo conservando las plantas, año tras año. Todo consiste en saber cuándo podarlas, cuándo esconderlas del sol —se encogió de hombros—. Supongo que soy como las madres que siguen cocinando para una familia entera a pesar de que los hijos han crecido y se han marchado de casa. Será agradable volver a colocar las ponsetias.
—Pedro me ha contado que hace muchos años que no se decora Alfonso Hall para Navidad. Así que imagino que eso significa que lleva mucho tiempo trabajando aquí.
El tío Eduardo volvió a sonreír, y algo en su sonrisa le dijo a Paula que el macetero y la paleta le habían hecho llegar a una conclusión equivocada.
—Sí, podría decirse que sí. Tengo la sensación de que he vivido aquí toda mi vida. ¿Te paga Pedro lo suficiente?
Aquel brusco cambio de conversación la pilló desprevenida. Asintió.
—Más que suficiente, diría yo.
—Le sacará partido a su dinero —comentó tío Eduardo mirando el macetero como si se le hubiese olvidado lo que iba a hacer con él—. Siempre lo hace…
Paula miró al hombre con desconfianza. ¿Estaban manteniendo una conversación o dos? Tal vez hubiese un trasfondo, incluso una advertencia en sus palabras. Decidió poner a prueba su teoría.
—Su reputación precede al señor Alfonso tío Eduardo. Y ya soy mayorcita.
—Supongo que con eso quieres decirme que eres capaz de cuidar de ti misma. Sí, lo entiendo —dijo él dejando de nuevo el macetero—. Vamos a ver esas ponsetias.
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EPILOGO
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—Te he echado de menos en la cena, Pedro —le dijo S. Eduardo Alfonso mientras se sentaba en su sillón favorito en el amplio apartamento...
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