martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 18





Paula se había quedado parada a una distancia razonable del sofá, que estaba en medio de la biblioteca.


—Es culpa mía —añadió.


Paula le dio la espalda y rodeó el sofá. Luego se sentó en él y miró a Pedro de manera desafiante al ver que la seguía.


—No podrías estar más equivocado. Me siento muy cómoda en esta habitación —se cruzó de piernas y extendió los brazos sobre el respaldo del sofá—. ¿Lo ves?


Pedro tuvo que admitir que tenía agallas.


Había quitado la fotografía del tío Eduardo del álbum que le había enseñado la noche anterior, y le había dicho que la que faltaba era una que había roto porque salía él con aparato en los dientes. Al mismo tiempo, se había asegurado de que viese aquélla en la que parecía un niño adorable, con sus pantalones cortos y la caña de pescar nueva. Todo lo que había hecho la noche anterior había sido planeado, frío y calculado, y, como decían siempre en la televisión, con premeditación.


En resumen, había jugado con Paula. Era un cretino superficial y manipulador. Y el hecho de haber tardado casi treinta y siete años en darse cuenta no le hacía sentir mejor.


—Anoche, te seduje, Paula —confesó. Tenía la necesidad de ser sincero con ella. No sabía lo que le estaba pasando.


Dejó el álbum de fotografías a un lado y se sentó enfrente de ella encima de la mesita de café, mirándola a los ojos con ecuanimidad.


—Nada de lo que pasó anoche, nada de lo que ha pasado desde que estuvimos en la cafetería y me dijiste que conocías mi reputación, ha sido espontáneo por mi parte. La oferta para que decorases la casa, la cena íntima, el paseo por la casa, la fotografía de un niño encantador con pantalones cortos, todo estaba planeado, Paula, y funcionó tal y como había pensado que funcionaría. Y lo siento.


Paula no se movió. Sus largas piernas siguieron cruzadas, sus brazos extendidos sobre el respaldo del sofá. Su mirada no se separó de la de él; ni siquiera parpadeó.


Las manecillas del reloj marcaron las doce y empezaron a sonar las campanadas. Y durante ese tiempo, no se oyó nada más que el reloj dando las horas.


Al final, Paula habló:
—Debes de pensar que soy la mujer más tonta e ingenua que hayas conocido.


—No, no —la contradijo Pedro enseguida, echándose hacia delante y apoyando los codos en las rodillas—. Hice uso de todos los recursos posibles. Después de lo que me habías dicho. Después de hablarme de tu… tu compañera de habitación.


—Laura —concretó ella con voz fría—. Se llamaba Laura Reed.


Pedro se maldijo en silencio, había vuelto a meter la pata.


—Exacto, Laura Reed, por supuesto —¿acaso Paula no iba a parpadear nunca? Se tocó el puente de la nariz—. ¿Por dónde iba?


—Estabas cavando tu propia tumba. Permíteme que te ayude, ¿de acuerdo? Me estabas diciendo que piensas que soy tan tonta que no me di cuenta de lo que hicimos anoche, o de lo que tú hiciste anoche —dijo con toda tranquilidad—. ¿Le has hecho alguna vez un test de inteligencia a alguna de tus novias, Pedro? Porque me da la sensación de que estoy por encima de la media, Laura incluida. Por supuesto que sabía lo que estabas haciendo. Así que ahora deja de vacilar cual penitente a punto de ponerse de rodillas y quítate de ahí. Quiero levantarme.


Pedro se puso de pie antes de que su cerebro registrase todo lo que Paula acababa de decirle.


—Espera un momento —le pidió, agarrándola del brazo—. Quiero aclarar algo. ¿Te seduje yo a ti, o tú a mí?


Su sonrisa fue como un puñetazo en el estómago.


—Las chicas buenas no responden a ese tipo de preguntas.


—¿No? Pues permíteme que te diga una cosa, Paula. Tal vez parezcas un ángel de vez en cuando, pero me parece que tu excusa de que eres una chica buena no va a funcionar aquí. Ahora, ¿puedes decirme si se trata de algún tipo de concurso o qué es lo que está pasando?


Por primera vez, Paula pareció inquietarse.


—¿Un concurso? No sé de qué estás hablando. Somos… los dos somos adultos. Lo pasamos bien anoche. Eres tú quien le está dando más vueltas de las necesarias al asunto.


—¿Sí? —Pedro levantó una mano y la agarró por la nuca, ladeó la cabeza y atrapó sus labios entreabiertos con la boca—. ¿Te parece todo esto… un encuentro meramente casual? —le preguntó en un susurro.


Ella sonrió.


—Digamos sólo que sabía lo que estaba haciendo.


Él la agarró por la cintura con la mano que tenía libre, la metió por debajo de la chaqueta. Sus labios seguían estando muy cerca.


—En ese caso, listilla, ¿te gustaría hacerlo otra vez? Pero en esta ocasión, podemos fingir que eres tú la que me seduces.


Y, de pronto, Paula se apartó, y él se quedó así, con los ojos cerrados, besando el aire y, con toda probabilidad, con cara de idiota.


—Ahora mismo, no, gracias —contestó ella desde la chimenea—. Háblame más de tu padre. Te pareces mucho a él.


De pronto, Pedro se sintió como un torpe aficionado. Y eso que había pensado que dominaba la situación. Paula Chaves le hacía parecer un adolescente en su primera cita, con una prima a la que hubiese llamado su madre, ya que él no había sido capaz de pedirle a ninguna chica que lo acompañase al baile de fin de curso.


—Por supuesto. ¿Qué quieres saber?


—Bueno… me has dicho que murió hace unos años y que tu madre vive en Florida. Debe de haber algo más.


—Sí —contestó él acercándose también a la chimenea, los dos miraron el retrato de sus padres—. ¿Por qué quieres saber más?


—¿Por curiosidad? —contestó ella encogiéndose de hombros—. Me interesa el tema familias. Eso es todo.


—Mientras que besarme no te interesa.


—Ahora mismo, no —respondió divertida y luego, le dio una palmadita en la mejilla.


—Mi padre era profesor —dijo Pedro por fin—. Bueno, no era un profesor convencional. Era ingeniero y viajaba mucho, enseñaba a la gente a cuidar de sí misma, a hacer pozos, limpiar los depósitos de agua, evitar los alimentos contaminados. Le gustaba ser ingeniero, pero le encantaba ayudar a la gente, no sólo dando dinero, sino entregándose a sí mismo. Y con el respaldo del dinero de la familia, podía permitírselo.


Paula se acercó a él y apoyó la cabeza en su hombro.


—Eso es muy bonito, Pedro. ¿Viajabais tu madre y tú con él alguna vez?


—Yo no. Sólo mi madre. Muchos de los lugares a los que iba eran considerados demasiado primitivos y peligrosos para un niño. Además, tenía que ir al colegio, así que no podía acompañarlos. Me quedaba aquí.


Paula levantó la cabeza para mirarlo, tenía los ojos muy abiertos.


—¿Tú solo en esta casa tan grande? ¿Tenías una niñera o algo así? ¿O te metieron en un internado? Vaya, lo siento. No tienes que responder a eso si no quieres.


—¿Por qué? Yo estaba bien. Pasaban semanas enteras en casa antes de volver a marcharse, y no me dejaban solo. Luego, sí, cuando fui lo suficientemente mayor, me mandaron a un internado. Y la verdad es que me gustaba.


Pensó que se lo tenía que contar todo. La agarró de la mano y la condujo hasta el sofá, se sentaron, pero no le soltó la mano.


—Cuando papá se puso enfermo, volvieron a casa. Tenía a los mejores médicos a su disposición, pero había contraído una enfermedad exótica en alguna parte y, cuando quisieron averiguar lo que era, ya era demasiado tarde. No pudo vencerla. Y ésa es la historia de mi padre.


—Es una historia triste, Pedro —comentó ella apretándole la mano—, y bonita al mismo tiempo. Es evidente que tu padre estaba entregado a lo que hacía. Debiste de quedarte deshecho cuando lo perdiste.


—Sí —admitió él mirando el retrato de nuevo.
Tal vez fuese aquél el motivo por el que evitaba entrar en aquella habitación, porque además de quedarse deshecho con la pérdida de su padre, también se había sentido furioso con él. Cuando él se convirtió en hombre, cuando fue capaz de estar al mismo nivel de su padre, éste ya se había ido, y su madre era como si tampoco estuviese. Siempre había sido una pareja que se complementaba de manera estupenda, eran personas buenas con una misión en su vida, y Pedro nunca había encajado demasiado en aquella mezcla.


Pero todo había salido bien. Tío Eduardo y tía Maria lo habían tratado como al hijo que nunca habían tenido. Y había sido tan hijo suyo como de sus padres. Tal vez incluso más.


—¿Sabes una cosa, Pedro? Me gustas, me gustaste desde el momento en que te conocí, pero creo que me gustas todavía más cuando no intentas hacerte el duro —confesó Paula. Luego, le dio un beso en la mejilla.


Él se rió y sacudió la cabeza.


—Antes de conocerte, nunca tuve que trabajar tan duro. Con mi aspecto, mi encanto natural…, mi dinero. Siempre había sido suficiente. Sobre todo, con el dinero. No soy tan vanidoso, ya lo sabes.


—Te has olvidado de mencionar esos ojos tan sensuales y sonrientes, y que eres muy modesto en general —comentó ella sonriendo—. Invítame a cenar esta noche.


A él le gustó verla sonreír.


—Está bien. Señorita Chaves, ¿me concederá el placer de cenar conmigo esta noche?


—¿Habrá calamares en la carta, señor Alfonso?


—Seguro que no.


—Ya entiendo. ¿Formará usted parte de la carta, señor Alfonso?


—Supongo que eso puedo arreglarlo.


Paula se puso de pie antes de que a Pedro le diese tiempo a agarrarla para besarla, porque lo estaba volviendo loco, y los dos lo sabían.


—En ese caso, estaré encantada de cenar con usted. Ahora, si me perdona, tengo que volver al trabajo… A ver si se me ocurre cómo bajar el avión de papel de la lámpara.


Él se quedó sentado donde estaba, observando cómo salía de la habitación con aquellas piernas tan largas que ya le removían por dentro a esas horas de la mañana, algo que no podía ser bueno.


Luego, se pasó cinco minutos mirando el retrato de sus padres y subió al piso de arriba, a buscar la carpeta verde con el nombre de Paula escrito en la parte delantera…


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EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...