martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 12




Eran más de las nueve cuando Pedro atravesó las puertas y recorrió el camino que llevaba a Alfonso Hall. Su tío se acostaba siempre a las nueve, así que no había luz en la segunda planta del ala este.


A su lado, en el asiento del copiloto, Paula se había echado hacia delante, tenía los ojos muy abiertos.


—Las fotografías que había visto no le hacen justicia a este lugar —comentó sobrecogida—. ¿Creciste aquí? Apuesto a que era divertidísimo jugar al escondite. Eso, si no te morías de hambre antes de que te encontrasen.


—Soy hijo único, Paula. No podía jugar al escondite con nadie. Sólo esconderme, algo que, por cierto, se me daba muy bien. Pero, en compensación, tenía un poni.


—Pues sí, buena compensación. No se me ocurre nada mejor que tener un poni. ¿Cómo se llamaba?


—Se llamaba Susie —contestó Pedro mientras aparcaba el coche delante de la puerta de la mansión—. Hacía años que no pensaba en Susie. Todavía tenemos los establos, pero hace mucho tiempo que están vacíos.


Paula no esperó a que le abriese la puerta, bajó del coche sola y lo esperó.


—¿Cuánto terreno tenéis, Pedro? Es evidente que el suficiente para tener caballos. No pensé que hubiese casas con tanto terreno alrededor tan cerca de la ciudad.


—En el siglo XVII mis antepasados eran granjeros, supongo que eso explica la cantidad de terreno. Luego, algún descendiente decidió que no le gustaba la ganadería, pero que se le daban bien los números, y a él le debemos la casa. La verdad es que nunca lo había pensado. En realidad, es la única casa que he conocido, el único modo de vida que he tenido. Ven, está empezando a hacer frío. Vamos a entrar.


Le puso el brazo alrededor de los hombros y la guió escaleras arriba hasta las enormes puertas.


—Si llamo al timbre, ¿me abrirá un mayordomo inglés vestido de librea? ¿Crees que voy a seguir haciendo preguntas tontas antes de aprender a cerrar la boca? No debí tomarme más de una copa de vino.


Pedro sonrió mientras metía la llave en la cerradura y abría la puerta.


—Si ni siquiera te has terminado la segunda, y me gustan tus preguntas. La mayoría de la gente intenta parecer tan aburrida y poco impresionada que es evidente que está deseando cotillearlo todo. Así que, adelante, Paula.


No necesitó que se lo dijesen dos veces, entró en el vestíbulo, que era más bien una enorme sala con suelos de mármol y una chimenea, unas escaleras dobles de madera que ascendían pegadas a la pared y se juntaban en una ancha galería.


Pedro miró el vestíbulo a través de los ojos de Paula y tuvo que admitir que él también estaba impresionado. Era curioso que no se hubiese dado cuenta de ello en treinta y seis años.


Paula giró sobre sí misma con la cabeza echada hacia atrás, observando la lámpara de araña que colgaba encima de una mesa de madera con un enorme jarrón lleno de flores.


—Creo que alguien cambia las flores todas las semanas —comentó Pedro—. Y el jarrón. Eso antes me hacía sentir como si viviese en un hotel. Podemos dejar que el florista se ocupe de las flores y, si prefieres, puedes hacer tú otra cosa con la mesa.


—¿Todas las semanas? Supongo que las van cambiando según la temporada. Aunque tú no sabes nada de eso.


Era evidente que Paula Chaves no medía todas sus palabras, no quería impresionarlo. Y eso le gustaba.


—Lo siento, he tenido una vida con grandes carencias.


—Sí, claro. ¿Acaso crees que todo el mundo tiene escaleras en casa? Y esa lámpara. Mataría por decorarla —dejó de girar y lo miró a él—. Me has dicho que tenías fotografías. Me encantaría verlas. Ver qué hacían con estas fantásticas escaleras. Tengo algunas ideas, pero me gustaría ceñirme lo máximo posible a la tradición.


—¿Por qué no termino de enseñarte la casa antes? —comentó Pedro haciendo un gesto para que lo siguiese hacia la parte izquierda del vestíbulo, al primer salón. Los rodapiés y los revestimientos de madera estaban pintados en tono marfil, y por encima los paneles eran de madera marrón oscura. Los muebles eran abundantes, grandes y macizos. El tío Eduarrdo llamaba a aquél el salón principal. Su madre, para provocar a su cuñado, lo llamaba el Salón del Lupanar.


Pedro sonrió al recordarlo. No se acordaba de cuándo había sido la última vez que había estado allí, o que había pensado en aquella broma de su madre.


En esos momentos estaba viendo la casa a través de los ojos de Paula. Unos ojos que estaban maravillados. Ya ella no le importaba que se notase que estaba encantada, ni le faltaba el entusiasmo necesario para darse cuenta de que Alfonso Hall era como un tesoro escondido.


Aquéllos eran los salones públicos, construidos y mantenidos para dar fiestas, llevar a cabo celebraciones e incluso bailes benéficos que en el pasado habían tenido lugar con cierta asiduidad. Y que ya eran sólo salones bonitos, llenos de muebles y de antigüedades de inestimable valor que llevaban varias generaciones en la familia. Pero también eran habitaciones que estaban más muertas que vivas.


Aunque sin querer, ella estaba haciendo que reviviesen.


El tío Eduardo vivía en un par de habitaciones, que eran más que suficientes para sus necesidades, en el ala este. Y Pedro tenía su ala, el ala que había pertenecido antes a sus padres, antes de la repentina muerte de su padre, antes de que su madre se marchase a vivir a la casa de invierno que tenían en Sarasota, para intentar recomponer su vida.


De hecho, había tenido que buscar la llave de la puerta principal antes de ir a cenar con Paula, porque solía entrar directamente por su ala.
Pedro oyó una vocecita en su cerebro que le decía en tono sarcástico, o tal vez con pesar: «Bienvenido a casa, Pedro. ¿Dónde has estado?».


En ese instante estaban en la biblioteca y Paula observaba el retrato de tamaño natural que había encima de la chimenea.


—Te pareces a él. ¿Son tus padres?


Pedro se acercó, mirando el retrato.


—No me había dado cuenta del parecido. ¿De verdad piensas que me parezco a él? En este cuadro debía de tener más o menos mi edad.


—Sí, sin duda. Quiero decir que no eres idéntico a él, pero los ojos… ¿Sabías que sonríes con los ojos?


—Mi madre solía decir que era el demonio que se asomaba por nuestros ojos, los de mi padre y los míos. Mi padre hace bastante que murió, de forma repentina. Yo acababa de terminar el bachiller. Murió dos semanas después de que le diagnosticasen la enfermedad. Y mi madre vive en Florida. Dijo que no soportaba quedarse aquí, sin él.


—Lo siento. Debe de doler mucho, perder a un padre.


—No es fácil, no —Pedro agarró la mano de Paula y la llevó hacia la enorme ventana ovalada que daba a los jardines—. Ésta es la ventana de la que te hablé.


—Donde poníais el árbol hecho con flores de Pascua, sí. Va a ser magnífico. Podemos hacer que se encienda por la noche. Es estupendo que esta ventana dé a la parte delantera de la casa.


—Sí, todo el mundo verá un enorme árbol rojo.


—No te rías de mí. Podría utilizar poinsetias rosas y rociarlas de nieve artificial —lo miró a él—. Pero lo que de verdad me apetece ver es ese enorme salón de banquetes que se supone que tengo que convertir en un lugar íntimo para una pequeña cena. Y, luego, creo que voy a necesitar una silla y otra copa de vino, porque si no me va a dar un ataque de locura. Es un trabajo enorme, Pedro.


—Confío en ti. Ven, el salón de banquetes está por aquí —dijo agarrándola de nuevo de la mano con naturalidad.


Iba a tener que reflexionar más acerca de aquello. Paula estaba empezando a gustarle. Y eso era algo inesperado. Necesitaba ser él quien tuviese el control.


Volvieron al vestíbulo atravesando una sala de estar, otro salón y el comedor familiar, y Paula observó maravillada los techos decorados y las chimeneas que debían de haber sido importadas de Inglaterra y Francia cuando se construyó la mansión.


Pedro le enseñó el piano del salón de música, una antigüedad que se suponía que había utilizado Mozart para entretener a sus invitados en algún lugar de Inglaterra.


—Esa harpa del rincón también parece muy antigua —comentó Paula—. ¿Tiene también una historia?


Pedro sonrió.


—Sí. Un cuento con moraleja acerca de lo que les pasa a los niños que intentan meter la cabeza entre sus cuerdas. Yo casi me corto una oreja. Una casa como ésta puede ser un lugar muy peligroso en días de lluvia.


—No puedo imaginarme de hija única creciendo en una casa tan grande —le dijo Paula, apretándole la mano con naturalidad—. ¿Te sentías solo?


—No, aunque podría mentirte e intentar darte pena diciéndote que era un pobre niño rico. Sí era bastante peligroso.


—¿Eras? ¿En pasado?


—Sí, ahora soy mucho mejor —se detuvo delante de unas enormes puertas labradas que estaban justo debajo de las escaleras del vestíbulo—. ¿Estás lista?


—No mucho —contestó ella con los ojos muy abiertos—. Ya casi estoy desbordada, así que supongo que esto… Oh… Dios… mío.


Una vez más, Pedro se encontró observando el salón a través de los ojos de Paula.


—Mira ahí arriba —comentó señalando con la mano que tenía libre una especie de balcón diseñado para que antiguamente se colocasen los músicos—. Es un lugar ideal para esconderse y ver cómo transcurren las fiestas cuando todo el mundo piensa que estás en la cama. O para lanzar aviones de papel.


—¿Aviones de papel? ¿Aquí? Eso es un sacrilegio, Pedro, debería darte vergüenza. Aunque apuesto a que planeaban muy bien —dijo Paula soltando su mano y acercándose a la mesa de comedor—. ¿Cuánta gente cabe? ¿Cuarenta personas?


—Casi aciertas. Cuarenta y dos.


—¿Y cuántas van a participar en la cena íntima que estás organizando?


—Ocho o nueve. Me gustaría vestirla para nueve, en cualquier caso. ¿Te apetece ahora esa copa de vino?


—Sí, me parece muy buena idea —se volvió hacia él con los ojos muy abiertos, un poco asustados—. No es posible, Pedro. Nadie conseguiría que este lugar resultase íntimo. A no ser que pusiésemos una especie de carpa en algún rincón.


—¿Una carpa? Esa idea puede ser una posibilidad. ¿En qué rincón?


Paula puso los ojos en blanco.


—No hablaba en serio Pedro. Una carpa sería… aunque…


—Me parece que oigo funcionar a tu cerebro. Piensa en voz alta, Paula.


—No estoy pensando —contestó ella empezando a andar alrededor de la mesa—. Estoy cavilando. No es lo mismo. Pero… podríamos decorar bien la mesa. Es tan grande que tal vez hagan falta dos o tres adornos importantes, para que no parezca tan enorme. Y aunque no pongamos una carpa, podríamos poner unos doseles.


—Doseles —Pedro sacudió la cabeza e intentó ignorar la sensación de que la tenía demasiado lejos, aunque sólo estaba al otro lado de la mesa—. No, lo siento, no lo entiendo.


—Sí, claro que sí. O lo entenderás. Doseles, Pedro. A rayas, de fiesta. Podríamos decorarlo como un pueblo inglés, casi medieval. Las paredes revestidas, los techos altos, las vigas al aire, son muy medievales. Ya lo estoy viendo. Podríamos poner la mesa debajo de una carpa, y mesas con la comida debajo de cada dosel. Dime que habrá un bufé.


—Está bien, habrá un bufé.


—¡Genial! Conozco un servicio de catering que sería perfecto. En uno de los puestos estaría el asado de carne, o lo que sea. En otros dos puestos pondríamos dos bares, uno a cada lado del salón, quiero decir, del pueblo. Los vendedores pueden ir con trajes típicos medievales y pasearse con bandejas llenas de dulces y esas cosas. También puede haber juglares. Bufones. Los bufones pueden ponerse en el balcón. Para eso estaba, ¿no?


—Eso dicen, sí.


A Pedro estaba empezando a gustarle la idea. Y el salón era lo suficientemente grande como para albergar los planes de Paula. Había estado en casas más pequeñas que aquel salón. Y, lo que era más importante, al tío Eduardo le gustaría la idea. Tal vez incluso quisiese participar. En el pasado, tía Maria y él habían dado algunas fiestas estupendas allí.


—En un lugar como éste no puedes limitarte a vestir una mesa. O se hace a lo grande, o no se hace. Pedro, por favor, dime que puedo hacerlo.


A Pedro le pareció que estaba muy atractiva en ese momento, avanzando hacia él con los ojos brillantes como esmeraldas. Cualquiera diría que le habían dado un tesoro, cuando lo que le habían dado era muchísimo trabajo.


—Si crees que serás capaz, está bien. Adelante.



Era evidente que Paula se sentía aliviada, encantada.


—Oh, Pedro, va a ser estupendo. No puedo creer que esté tan emocionada. Esto no tiene nada que ver con árboles de Navidad rosas, ni con hula-hops dorados.


—Supongo que ahora es cuando tengo que decir que me alegra verte tan contenta. O es ahora cuando me das las gracias.


Paula se acercó más a él y lo abrazó, sonriendo de oreja a oreja.


—Gracias, Pedro. De verdad. Muchas gracias. Ahora mismo, no me importa por qué estás haciendo esto. Todo va a ser genial. No sabes lo mucho que esto significa para mí. Alfonso Hall es como… como un lugar mágico. Un país de fantasía. La casa con la que soñaba cuando era niña.


Y luego, como si no tuviese otra manera de demostrarle su gratitud, se puso de puntillas y le dio un beso en los labios.


Pedro jamás había pensado que Alfonso Hall fuese un afrodisíaco, pero estaba funcionando.
Sintió que su libido se despertaba y empezó a poner sus brazos alrededor de Paula, justo en el momento en el que ella se apartaba.


—Venga, Pedro, enséñame ahora las fotografías. Has dicho que estaban en la biblioteca, ¿no? Y mañana me gustaría volver a ver los adornos de los que me hablaste. ¿Dónde están?


—Esto… en los trasteros, encima de los garajes —contestó él observando cómo Paila iba bailando hasta la puerta, golpeando el suelo con los tacones altos y haciendo que volase la ridícula bufanda que llevaba puesta y que, sin querer, acentuaba la longitud de sus piernas. Volvía a parecer un ángel de la Navidad, con la blusa dorada, los pantalones beige y la bufanda morada.


Era auténtica, inconscientemente bella. Y no tenía ni idea del impacto que había causado en él su impetuoso beso.




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EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...