martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 24




Pedro se sintió casi como si fuese la primera vez que la veía. En esa ocasión no estaba cubierta de purpurina, pero también brillaba como un ángel debajo de la lámpara, con un vestido de seda plateada. Sencillo, elegante, muy sensual, con estilo, pero clásico al mismo tiempo. Tal y como era ella.


—Hola, Paula —la saludó. Por fin era capaz de volver a moverse, así que se acercó a ella y le puso las manos en las caderas—. Te he echado de menos. Mucho.


Ella bajó la mirada un momento y luego lo miró, le brillaban los ojos y a Pedro le dio miedo de que fuese a echarse a llorar. Paula levantó una mano y le tocó la cara, intentó descifrar su expresión.


—Llevo dos semanas preocupándome por este momento. Y ya ha llegado.


—¿Y todavía estás preocupada? —le preguntó Pedro acercándose más, apoyando sus caderas contra las de ella.


Paula negó muy despacio con la cabeza.


—No, creo que ya no. No me vas a decir adiós, ¿verdad?


—No, cariño. Esta vez no. A ti, no. Nunca.


Buscó los labios de Paula con los suyos y capturó su aliento cuando abrió la boca. Hubo pasión en el beso, en la manera de abrazarse, pero la pasión era sólo una de las cosas que sentía Pedro. Se sentía en casa.


—Ven a la biblioteca conmigo —le pidió unos segundos después en voz baja—. Tenemos que hablar.


—Pero tus invitados…


Él la agarró de la mano.


—Ya lo sé, Paula. Por eso tenemos que hablar. Hay algo que quiero explicarte antes de que lleguen. Lo he demorado demasiado tiempo.


Sonó el timbre de la puerta y apareció la señora Clarkson con su sencillo vestido negro, dudó antes de abrir, miró a Pedro.


—¿Va a dar la bienvenida a sus invitados aquí, señor, o espero a que usted y la señorita Chaves pasen al salón de banquetes?


—Un momento, por favor, señora Clarkson —dijo Paula—. No sé de qué quieres hablarme, Pedro —levantó las manos y le enderezó la pajarita—, pero lo primero ahora son los invitados. Ya hablaremos luego, aunque me gustaría que vieses el árbol de la biblioteca. Es impresionante. Y también quiero que veas el resto de la casa. No has dicho nada del recibidor. A mí me parece que lo han dejado perfecto, entre tío Eduardo y la panda. Tío Eduardo ha sido de gran ayuda, no creo que lo hubiese conseguido sin él.


—Sí, siempre es de gran ayuda. Un verdadero Papá Noel —Pedro levantó una mano a la señora Clarkson para indicarle que siguiese esperando—. Está bien, pero antes quiero que me prometas algo, Paula.


—¿Pedro? ¿Qué ocurre? Pensé que estábamos…


—¿Bien? ¿Pensabas que estábamos bien? Y lo estamos. Yo lo estoy, y espero que tú también, pero hay ciertas cosas que no sabes…


Volvió a sonar el timbre.


Pedro apoyó ambas manos en los hombros de Paula.


—¿Confías en mí?


—¿Confiar en ti, Pedro?


—Tienes que confiar en mí. Oigas lo que oigas esta noche, pase lo que pase, porque sólo Dios sabe qué tendrá planeado tío Eduardo, sólo quiero que recuerdes que da igual. Que esta noche no importa nada, Paula, salvo tú y yo.


—¿Tío Eduardo? ¿Qué iba a tener planeado tío Eduardo? Me estás asustando, Pedro —le advirtió Paula en voz baja.


—¿Pero lo harás?


—¿Confiar en ti? —asintió—. Sí, Pedro. Te lo prometo.


Pedro suspiró y le hizo una señal a la señora Clarkson para que abriese la puerta.


Pedro la presentó como «el genio que había detrás de aquella magnífica decoración», su «buena amiga» Paula Chaves.


Ella escuchó con atención cada vez que le presentaba a un nuevo invitado, preguntándose qué había esperado oír y no había oído. No obstante, Pedro la tuvo agarrada de la cintura todo el tiempo, muy cerca de él, mientras servían las bebidas y pasaban los camareros con bandejas de canapés.


Dejó de contar después de que hubiesen llegado tres parejas, ya que sólo quedaba un asiento libre en la mesa, un asiento que Pedro le había dicho que no estaba seguro de que hiciese falta. 


Si llegaba la hora de pasar a la mesa y no había aparecido ese último invitado, retirarían el servicio.


Por último, entró la señora Clarkson y se acercó a Pedro para decirle algo en voz baja, él salió del salón con ella, dejando a Paula sola. Estaba encantada de que le estuviese prestando tanta atención, de que la hubiese tenido todo el tiempo a su lado, pero había empezado a sentirse como si estuviesen unidos por la cadera, o como si a él le diese miedo perderla de vista. No obstante, dado que era la anfitriona, tenía que mezclarse más con los invitados.


Paula aceptó los cumplidos que le hizo todo el mundo y les explicó que el día de Año Nuevo habría otra fiesta en la que los puestos se utilizarían para poner la comida y la bebida.


Emily Raines, una rubia bajita con un entusiasmo contagioso, casi llegó a sugerir que Paula era una artista.


—Y, como artista yo también, tengo que decir que estoy muy celosa. Hace falta tener mucha vista para hacer de un lugar tan inmenso un ambiente tan… íntimo.


—Mi novia sabe de lo que habla, Paula —añadió Colé Preston mientras pasaba el brazo alrededor de Emily—. Deberías ver lo que hizo con un edificio abandonado y un gran sueño.


—Y con un enorme golpe de suerte en forma de cheque, muy generoso y anónimo, por cierto —le recordó Emily—. Así es como describe Libby lo que nos ha pasado a las dos.


Colé la miró como si no la entendiese, y Emily se rió.


—Libby Jost, esa chica tan guapa a la que estabas intentando no devorar con la mirada hace un minuto. Las mujeres vamos cinco minutos al cuarto de baño a retocarnos el maquillaje y acabamos hablando de muchas cosas. Además, todos sabemos más o menos lo que estamos haciendo aquí. Vamos a conocer a nuestro misterioso benefactor. Y yo estoy encantada de poder darle por fin las gracias.


Paula sonrió mientras Emily y Colé seguían hablando de su centro de arte para jubilados y fue a hablar con la otra chica con la que Emily había estado en el cuarto de baño. Pero su mente había empezado a darle vueltas a algo, y el corazón se le había acelerado en el pecho.


Libby y su prometido, David Halstrom, estaban charlando con la tercera pareja, formada por un distinguido y guapo médico, Seth Andrews, y su novia, Becca. Paige dudó antes de interrumpirles, pero Becca no tardó en indicarle con un gesto que podía unirse a la conversación.


—¿No te parece emocionante? —le preguntó Becca a Paula—. Ya sabes, las tres, bueno, los seis, llevamos desde el día que recibimos nuestros regalos preguntándonos quién podía ser tan amable, tan generoso. Y después recibimos las invitaciones a la cena. No sabes lo nerviosa que estoy.


—Nerviosa porque vas a conocer a nuestro multimillonario y ermitaño Papá Noel —aclaró Libby Jost.


Su novio sacudió la cabeza.


—Perdónala, por favor, Paula. Ha leído una columna en una revista de cotilleos en la que ponía que hay un Papá Noel por ahí que premia a la gente buena, o algo así.


—Sí, y también lo he leído en Internet, hay una tal Leticia Trent que lleva mucho tiempo escribiendo acerca de él.


—Lo que, por supuesto, hace que la historia sea verdad —comentó David guiñándole un ojo a Paula—. ¿O acaso sabes tú algo que nosotros desconocemos? Pedro parece un buen tipo, y este lugar es impresionante, pero no se parece demasiado a Papá Noel.


Paula siguió sonriendo, aunque se le había hecho un nudo en el estómago.


—Esto… ¿Qué es exactamente lo que hace ese Papá Noel? Lo siento, pero me parece que no me he enterado bien.


Libby se lo explicó y Emily y Colé se unieron al grupo. Según la tal Leticia Trent, había un multimillonario anónimo, y Paula suponía que podía ser el propio Pedro, que elegía a varias personas para hacerles un regalo, ya fuese dinero u otra cosa, para recompensarles por haber hecho algo bueno y desinteresado. Si la persona se quedaba con dicho regalo y lo utilizaba como haría más o menos el noventa y nueve por ciento de la gente, o sea, para sí misma, allí se terminaba la historia.


—Pero —dijo David—, si la persona utiliza el regalo de manera generosa, para los demás, entonces le hacen otro regalo. Según la señora Trent, ese segundo regalo es un millón de dólares libre de impuestos.


—¿Qué? —Paula recorrió el salón con la mirada en busca de Pedro, al que acababa de decidir que iba a matar. Y de manera lenta y muy dolorosa.


—Es un rumor, un cotilleo, pero si es verdad, David y yo ya hemos decidido que no nos quedaremos con el dinero. Aunque vosotros podéis hacer lo que queráis, claro. Es sólo lo que hemos decidido nosotros después de leer los artículos.


El doctor Seth Andrews miró a Becca.


—Es una historia… muy interesante, ¿verdad? Yo pensé que sólo íbamos a conocer a la persona que nos había hecho el regalo. No habíamos imaginado que iba a pasar algo tan extraño, ¿no es cierto, cariño? No sé si quiero quedarme a verlo.


Becca suspiró.


—Yo sólo sé que alguien nos hizo un regalo, y quiero darle las gracias —se volvió hacia Paula—. Además, dudo mucho que ese hombre quiera regalar tres millones de dólares. Me parece que esa historia no es más que un cotilleo. No puede ser otra cosa.


—Por supuesto —dijo Paula—. Seguro que es sólo un cotilleo.


Luego, puso la excusa de que tenía que revisar algunos detalles de última hora antes de que se sentasen a cenar.


Nada más darles la espalda a los seis invitados dejó de sonreír y frunció el ceño mientras buscaba a Pedro con la mirada, que debía de estar escondido en alguna parte.


Todo estaba empezando a encajar para ella. 


Pedro era… Papá Noel. Él mismo había escrito la carta que le había llevado. Él lo había planeado todo, había investigado acerca de ella, había observado lo que había hecho con su regalo, la había contratado para decorar su casa, examinándola cual gusano bajo un microscopio, para ver sus reacciones, su manera de actuar.


Estaba empezando a sentir náuseas.


Era asqueroso.


Repulsivo.


Aunque…


También había sido una camioneta nueva para los niños de Lark Summit. Un gran centro de arte para los jubilados de Kansas. Una clínica en el oeste de Virginia. Y un maravilloso parque infantil en Missouri.


Pero a Paula seguía sin cuadrarle que aquello lo hubiese hecho el Pedro Alfonso que ella conocía. Entonces se volvió y vio que todo el mundo estaba mirando a Pedro, que acababa de pedirles que le prestasen atención.


La estaba mirando a ella como si estuviese preocupado, y Paula hizo un esfuerzo por no salir corriendo del salón. Pedro le había pedido que confiase en él, así que al menos se quedaría a escuchar lo que iba a decirles.


Aunque más le valía empezar a hablar pronto.


—Quiero agradeceros a todos que hayáis venido aquí esta noche —empezó, sonriendo—. Aunque creo que más que una invitación, recibisteis una orden. Supongo que a estas alturas ya sabéis que todos habéis recibido un regalo anónimo este año, y supongo que pensáis que esta noche estáis aquí para darle las gracias a vuestro benefactor. Pero ése no es el verdadero motivo. Estáis aquí porque vuestro benefactor quiere daros las gracias a vosotros. Está orgulloso de vosotros, se ha sentido reconfortado por vuestros actos y, tengo que admitir, que me ha demostrado lo equivocado que estoy yo, y la razón que tiene él. Todos vosotros sois seres humanos excepcionales. Habría quien diría que formáis parte de una especie en extinción, aunque vuestro benefactor no está de acuerdo.


Paula se humedeció los labios, tenía la garganta seca. Pedro estaba imponente y su discurso, que estaba dando con voz humilde, le hizo sentir que no lo conocía en realidad.


—Más tarde hablaremos de los pasos legales y otras formalidades, y tendréis que firmar unas cláusulas de confidencialidad, pero, por el momento, dejad que os anuncie que las cuatro: Libby, Becca, Emily y… Paula, de entre todas las personas que han recibido regalos anónimos este año, vosotras os habéis ganado no sólo la admiración de vuestro benefactor, sino también un cheque por valor de un millón de dólares libre de impuestos.


Una de las mujeres dio un grito ahogado, y Paula oyó que Libby murmuraba:
—Os lo dije.


—Si todo hubiese transcurrido como de costumbre —continuó Pedro—, vuestro benefactor seguiría siendo anónimo, pero he conseguido convencerlo para que, después de muchos años jugando a ser Papá Noel, como dice mucha gente, salga por fin de las sombras para conocer a las personas a las que tanto admira. Así que, señoras y señores, aquí está mi tío, Pedro Eduardo Alfonso IV.


Pedro señaló un arco de entrada que estaba en la otra punta del salón y Paula se dio la vuelta a la vez que todo el mundo y vio…


—¿Tío Eduardo?


Su pelo cano brillaba bajo la luz de las lámparas de araña, sonreía más que ninguno e iba vestido con un esmoquin que le sentaba maravillosamente, mucho mejor que los monos de trabajo y las camisas de franela. Se detuvo, buscó a Paula con la mirada y la saludó con timidez.


Paula empezó a negar con la cabeza, muy despacio, y retrocedió.


—No… no…


Se volvió y corrió hacia el vestíbulo.




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EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...