martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 3




Con el auricular del teléfono pegado a la oreja, Paula Chaves rebuscó frenéticamente entre un fajo de notas que había encima de un escritorio lleno de papeles apilados.


—No, Clara, estoy segura de que estoy en lo cierto, ¡es que no puedo encontrar mis malditas notas! Diez señores saltarines. No doce. Maldita sea, ¿qué eran doce? Tal vez tengas razón tú y no yo. ¿Dónde voy a encontrar una docena de señores saltarines? Ya me parecía imposible encontrar diez. ¿Estás segura? No, espera, he encontrado la lista. La tengo delante. Son doce tambores tamborileando. Diez señores saltando. ¿Lo tienes? Por favor, dime que lo tienes. Sí, espero.


Paula se dejó caer sobre una de las esquinas del escritorio, preguntándose por qué había accedido a preparar una publicidad acerca de los Doce Días de la Navidad en el último momento, para utilizarlo para promover las ventas de su centro comercial después de Navidad.


¿Qué tenían planeado? «En el quinto día después de las Navidades mi amor verdadero me regaló cinco anillos de oro… ¿con un descuento del setenta por ciento? En el noveno día después de las Navidades mi amor verdadero me regaló… ¿a nueve mujeres bailando en la sección de hogar buscando ofertas de ropa de casa?».


Y todo tenía que ser de tamaño natural, porque el vestíbulo del centro comercial era enorme y más pequeños parecerían enanos.


—¡Enanos! —protestó para sí misma—. Enanos sí que tengo en el almacén. Son las ocho doncellas ordeñando las que van a volverme loca. ¿Hola? ¿Clara? ¿Sigues ahí? No encuentras diez señores saltarines, ¿verdad? Bueno, entonces, qué me dices de… maldita sea. Espera, Clara, hay alguien en la puerta de servicio, debe de ser otro paquete. Luego te llamo, ¿de acuerdo? No te olvides de los cuatro pájaros cantarines. No, no sé cómo es un pájaro cantarín. ¿Qué persona normal sabría algo así? Arréglatelas como puedas. Vaya. Están llamando otra vez. Tengo que irme, te llamaré.


Paula colgó el teléfono inalámbrico y se llevó las manos a las sienes a ver si así se le calmaba aquel horrible dolor de cabeza. Habían dejado de tocar al timbre para ponerse a aporrear la puerta.


Contó hasta tres, dejó caer las manos y respiró profundamente.


En el mundo de Paula Chaves, dueña y trabajadora de Holidays by Chaves, el mes de octubre era frenético y el de noviembre, una locura. Diciembre era como octubre y noviembre juntos, y al cuadrado. El hecho de que las Navidades le proporcionasen más del sesenta por ciento de sus ingresos brutos solía ser suficiente para motivarla y que pudiese funcionar al máximo nivel.


Pero eso no quería decir que estuviese en sus cabales entre el día de Acción de Gracias y el veinticuatro de diciembre.


—¡Ya voy, ya voy! ¡Me estoy dando toda la prisa que puedo!—gritó mientras se abría paso entre montones de rollos de cinta y cráteres de plástico llenos de enormes bolas de Navidad. 


Contuvo la respiración y metió la tripa, a pesar de no tenerla, para pasar entre un muñeco de nieve y un reno.


Volvieron a llamar y al parecer se descuidó, porque empujó un montón de cajas de purpurina plateada.



—¡Espere, maldita sea!



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