Se requiere su honorable presencia
en un lugar no revelado.
El veinticuatro de diciembre de este año,
a las ocho en punto de la tarde,
para una cena de gala
en la que recibirá una explicación
relativa al regalo anónimo.
he adjuntamos el plan de viaje
para usted y el acompañante que elija
S. Eduardo Alfonso IV apoyó la espalda en el sillón de cuero color burdeos que parecía demasiado grande para él después de haber empezado a encoger con la edad, puso los dedos encima de su generoso vientre y miró a su sobrino, que estaba al otro lado del escritorio.
—Estás tratando de decirme algo con ese gesto, ¿verdad, hijo? ¿Me das tres intentos para averiguar qué es?
—No hace falta que adivines nada. Esto podría servir en lugar del informe del mes de noviembre, ¿no crees? Lo siento, Papá Noel, pero el ser humano no ha estado a la altura de lo que esperaba este año tampoco, aunque tal vez tú no opines lo mismo. Tres personas generosas y con buen corazón y quince interesados y egoístas. Sólo he tenido noticias del último, la joven asesora de Florida, que se fue a Las Vegas a los tres días de recibir el dinero. Te advertí que no regalases dinero. Tres, tío Eduardo, tres de dieciocho. Menos que nunca.
—Está bien, supongo que tengo que aceptar esa desviación del informe mensual, pero permíteme que te recuerde, Pedro, que cada regalo va siempre acompañado de una nota en la que dice que se puede hacer con él lo que se quiera.
—Sí. Y la mayoría de los afortunados prefieren guardarse el dinero para ellos, y no preocuparse por nadie más. Es como el tipo que toma una rebanada del centro del pan blanco y luego deja la bolsa abierta para que el resto se ponga duro. ¿Qué más me dan los demás, si yo ya tengo mi trozo?
—Estoy empezando a preguntarme si los malos datos te disgustan o te alegran, Pedro. Aunque ésa sería una pregunta retórica, ¿no?
—Da igual lo que yo piense, tío Eduardo. No se trata de eso —dijo Pedro, sin gustarle el tono defensivo de su propia voz—. Llevas casi diez años haciendo esto, y las cifras cada vez son peores. ¿Qué vas a necesitar para convencerte de que la gente no es como tú crees? Por lo general, somos una panda de cretinos avariciosos, algunos ponemos buena cara, pero todos pensamos en nuestro propio interés y nada más.
—Y algunos incluso somos unos cínicos —añadió tío Eduardo en tono divertido mientras volvía a echarse hacia delante—. Estoy de acuerdo contigo, Pedro, las respuestas a los regalos de este año han sido más bien decepcionantes. Cuando empecé con esto, más de la mitad de los receptores hacían algo bueno con sus regalos, algo que servía para los demás y no sólo para ellos mismos.
—Sí, lo sé. Pensaban en el bien común por encima de su beneficio individual. Algo estupendo en teoría, pero asqueroso en la práctica.
—No del todo. Me has dicho que ha habido tres.
Pedro sintió lástima por su tío, que era también su jefe.
—Mira; lo has hecho lo mejor que has podido, tío Eduardo. Pero creo que lo mejor será que enviemos a las tres personas que han pasado la prueba su millón, les hagamos firmar el acuerdo de confidencialidad y paremos este proyecto. No tiene sentido hacer una fiesta este año. A no ser que quieras invitar a todos los demás y ver la cara que ponen cuando Bruno les explique las reglas y sólo tres se lleven los cheques.
—Eso te divertiría, ¿verdad?
Pedro se encogió de hombros.
—Tal vez. No. No creo. Quiero decir que, para mí, los que reaccionan como la mayoría, son los normales. Sólo un idiota regalaría algo que puede quedarse para él. Ya sabes, a caballo regalado, no le mires el diente. Tú se lo das, y ellos lo aceptan. ¿Por qué iban a actuar de otra manera?
—Oh, Pedro. Le estás rompiendo el corazón a un pobre viejo. De verdad.
Pedro se apoyó en una esquina del escritorio.
—Sólo te estoy diciendo lo que pienso. Además, tío Eduardo, ya te he enseñado los artículos de los periódicos. Esa dama, la tal Leticia Trent, no va a dejarlo pasar. Todo el mundo se está enterando de lo que estás haciendo.
—Sí, sí, ya lo sé. El Papá Noel multimillonario, que lleva una vida recluida y hace inesperados regalos para ver lo que hacen con ellos los afortunados y luego da un millón de dólares a los generosos. Pero hasta ahora sólo son rumores, recuerda, nada más que especulaciones. No estoy preocupado. Sino que me siento más bien halagado —se dio unas palmaditas en el estómago—. Hasta estoy consiguiendo la curva de la felicidad.
El anciano hizo una pausa para añadir más tarde entre sollozos:
—Era lo que quería Maria, Pedro. Es lo que hicimos juntos durante los últimos años antes de que me la quitaran. No voy a parar. No pararé hasta que no quede nadie bueno en el mundo, y no creo que eso ocurra nunca.
—Lo entiendo, y siento haber sacado el tema —se disculpó Pedro, zanjando la discusión a regañadientes.
La tía Maria había estado los cinco últimos años de su vida postrada en cama, y el generoso proyecto había sido idea suya. El tío Eduardo y ella habían buscado en los periódicos y en Internet beneficiarios de sus inesperados regalos, ya fuese dinero u otra cosa interesante para el individuo seleccionado.
Si la persona se quedaba con lo que le regalaban y lo utilizaba de manera egoísta, quedaba excluida de otro regalo, todavía mayor, que se entregaba en la reunión de Nochebuena.
El regalo inicial seguía siendo para dicha persona, pero no recibía nada más.
Pedro pensaba que Maria y el tío Eduardo jugaban a ser Dios con las vidas de otras personas, pero siempre se había guardado aquella opinión para sí mismo. Si quería que terminase aquel proyecto, era porque estaba cansado de ver cómo le rompían el corazón a su generoso tío año tras año.
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