martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 15




Pedro se dirigió hacia el invernadero situado a unos treinta metros de la parte de atrás del ala este de la casa, mirándose el reloj y calculando el tiempo que tardaría en llegar a la reunión que tenía con varios banqueros internacionales en la ciudad.


Como le había dicho a Paula, todo el mundo servía a alguien, y su tío Eduardo había fijado la reunión, el lugar y la hora, y él no tenía elección, tenía que asistir.


Abrió la puerta del invernadero y volvió a cerrarla con rapidez, pues hacía frío fuera. 


Llamó a su tío.


Tío Eduardo vivía para sus flores, y había hecho ampliar el invernadero en varias ocasiones a lo largo de los años. En esos momentos, rivalizaba con algunos viveros locales en tamaño y capacidad. ¿Pero para qué servía el dinero si no, si uno no podía permitirse tener algunos caprichos?


Pedro pasó al lado de una mesa muy larga llena de macetas con una flor que reconoció de repente. Era alta, un poco puntiaguda, la misma que había visto la noche anterior en el florero del vestíbulo.


—Vaya… —dijo entre dientes, sintiéndose como un tonto.


Acababa de darse cuenta de quién ponía flores naturales en el vestíbulo una vez a la semana. Quién ponía flores naturales por toda la casa, a decir verdad.


—¿Tío Eduardo? —insistió—. ¿Dónde estás?


—Aquí, Pedro. Gira a la izquierda en la mesa de las amarilis.


—Lo haría si supiese cómo demonios son las amarilis. Sigue hablando, tío, y seguiré tu voz.


Pedro se sacó un pañuelo del bolsillo trasero de los pantalones y se secó la frente de sudor antes de quitarse el abrigo de cachemir.


—Ah, veo que me has encontrado —dijo el tío Eduardo sonriendo.


Estaba sentado en una banqueta alta, con un delantal de plástico atado a la cintura. También llevaba guantes de goma de un verde chillón, y estaba cortando una planta que tenía muy mal aspecto con un pequeño cortaúñas.


—Una operación de urgencia —le dijo mientras cortaba otra ramita.


—¿De verdad? ¿Sobrevivirá el paciente?


—Estará delicado durante una temporada, pero sí, creo que sobrevivirá —el tío Eduardo dejó el cortaúñas—. No me has hecho caso, Pedro. Estoy muy decepcionado contigo. Muy, muy decepcionado.


—No sé de qué me estás hablando —mintió Pedro. Sabía perfectamente de qué, y de quién estaba hablando su tío.


—No me insultes. Paula Chaves no es como tus otras mujeres, Pedro.


Él asintió. Llevaba pensando lo mismo casi sin interrupción desde la noche anterior. Aquella mujer le había calado hondo. Cómo, no tenía ni idea. Ya había pensado en volver a verla unas horas más tarde, aunque todavía tenía que inventarse una excusa.


—Estoy de acuerdo. Es diferente a otras mujeres que he conocido. Es eso lo que me atrae de ella. Tengo derecho a sentirme atraído, ¿no?


—No, Pedro, no tienes derecho. Hice que Bruno investigase a la señorita Chaves antes de escogerla para recibir uno de mis regalos anónimos. ¿Te has molestado en leer el informe de Bruno?


—No, la verdad es que no. ¿Vas a contarme qué es lo que me he perdido? Es una de tus «buenas» y una ganadora. Además, es guapa, deseable, libre y… —se contuvo para no decir que estaba dispuesta a entregarse a él—. ¿Qué más tengo que saber?


El tío Eduardo se bajó con cuidado del taburete y tomó la planta para llevarla a una mesa llena de otras plantas con mal aspecto.


—No debería decírtelo. Tú deberías haberte molestado en leer el informe, pero supongo que estabas demasiado ocupado intentando idear la manera de… no me hagas ser ordinario.


—Jamás osaría —comentó Pedro, agachándose a recoger una paleta que estaba medio escondida debajo de una mesa.


El tío Eduardo estaba muy disgustado. ¿Por qué aquel repentino interés en la vida de su sobrino? 


Antes nunca había parecido importarle.


—¿Qué está pasando aquí, tío Eduardo? —le preguntó.


El anciano se quitó los guantes de goma.


—Me estoy haciendo viejo, Pedro. Voy a cumplir setenta y seis años. Tu padre, si todavía viviese, tendría setenta y dos. Y tú vas a cumplir treinta y siete. Quiero decir que, si haces la cuenta, tu padre tenía tu edad cuando tú naciste.


Pedro se limitó a asentir. Se limitó a asentir porque no tenía nada que decir. El tío Eduardo iba a decirlo todo. Su papel esa mañana era el de escuchar.


—Maria y yo no tuvimos la suerte de tener hijos, Pedro. Tú fuiste el único niño que continuaría con el apellido Alfonso, con la herencia de los Alfonso, si quieres llamarlo así, y de vez en cuando me pongo sensiblero. Antes de morir, quiero tener en brazos a Pedro Eduardo Alfonso VI. Quiero verte feliz, Pedro, verte centrado. Eres el hijo que nunca tuve. Y, ahora, quiero un nieto.


—¿Nietos? ¿Estás hablando de nietos? Pero si todavía queda mucho tiempo para eso, tío Eduardo. Al fin y al cabo, no te vas a marchar a ninguna parte —la sonrisa de Pedro se fue desvaneciendo mientras esperaba la respuesta de su tío, y el corazón le dio un repentino vuelco—. No te vas a ninguna parte, ¿verdad? ¿Tío Eduardo?




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EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...