martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 4




Abrió la puerta mientras se quitaba algo de purpurina de la punta de la lengua y cerraba los ojos y sacudía la cabeza, dejando caer la purpurina de su pelo, cara y hombros. Había conseguido agarrar la caja antes de que se cayese, pero el contenido le había llovido encima.


—Ya está. Siento haber tardado en abrir la puerta. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó sin mirar realmente al hombre que esperaba en el rellano.


—Eso depende —contestó él en tono divertido.


Tenía la voz tan sexy que Paula se quitó los restos de purpurina que le quedaban en las pestañas y concentró toda su atención en él.


«Mira eso. Si sonríe hasta con los ojos. Guau. ¿Por qué todos los buenos se presentan cuando parece que acabo de escaparme de un hospital psiquiátrico?».


—¿De qué depende? —preguntó mientras se quitaba la purpurina de los hombros. Caspa plateada, estupendo.


—¿Es usted Paula Chaves?


—Si le dijese que no, ¿volvería dentro de una hora, cuando estuviese presentable? —preguntó fijándose en que el tipo tenía los dientes perfectos—. ¿Tiene algún paquete para mí? Si existe Dios, será el árbol de Navidad rosa que estoy esperando. De árboles verdes tengo lleno el garaje.


—Lo siento, pero, no. No traigo ningún árbol rosa. Está empezando a llover. ¿Le importa que pase?


—No estoy segura… esto… —lo escrutó con la mirada. «Bonita corbata», se dijo—. ¿Lo conozco de algo?


—No, señorita Chaves, no me conoce. ¿Necesita que mi madre le envíe una carta de presentación?


Paula se ruborizó.


—No, por supuesto que no. Es sólo que… no tiene usted aspecto de chico de los recados.


—Eso me reconforta, gracias.


Estupendo. Se había lucido con el comentario. 


Claro que, era cierto que el tipo no parecía un chico de los recados. Aquel perfecto corte de pelo debía de haberle costado lo mismo que a ella la entrada del piso, y el traje, el doble del valor de sus camionetas de reparto. Era alto, delgado, guapo, y parecía rezumar dinero por los poros en vez de sudar.


No obstante, no lo conocía.


—Si pudiese decirme qué desea. Es decir, que si quiere encargarme la decoración de su piso o de su negocio, estamos abiertos de lunes a viernes. Hasta tenemos una puerta en la calle principal, no hace falta dar toda la vuelta.


—He llamado a la puerta principal, pero no ha contestado nadie. Y ya no estamos en horario comercial —dijo él—. Pero he visto que había luz dentro y he decidido intentarlo. Soy inofensivo, señorita Chaves. Se lo prometo. De hecho, traigo buenas noticias. Y cada vez está lloviendo más.


—Ah, está bien, está bien, entre —dijo Paula apartándose de la puerta—. Cuidado con esa torre de cajas. No creo que la purpurina plateada pegue con ese traje.


—En eso estamos de acuerdo. Le sienta mucho mejor a usted.


—Esto… gracias —dijo mientras lo conducía hasta su taller-despacho—. Por cierto, ¿cómo se llama?


Se volvió y lo vio frente a frente con el reno.


—Bru… Este reno es un peligro, ¿no? Pedro, me llamo Pedro.


Paula se dio cuenta de que había dudado, pero le ofreció la mano.


—Encantada de conocerlo, Bru-Pedro.


Él le dio un apretón firme, pero no demasiado, que duró un segundo más de lo necesario. 


Paula se dio cuenta, al tenerlo más cerca, de que tenía los ojos de un bonito y cálido color marrón. Y le seguía sonriendo con ellos.


—Llámeme, Pedro, por favor. Suelo tartamudear cuando estoy en presencia de una mujer tan bella como usted, señorita Chaves.


Paula se sintió deprimida.


—Oh, genial. Viene a venderme un seguro, ¿verdad? Mire, estoy muy contenta con el que tengo, ya se lo dije al tipo que llamó la semana pasada.


—No, no vendo seguros, señorita Chaves —le informó Pedro mientras se metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacaba un caro sobre de color crema—. Estoy aquí para darle esto.


—Por supuesto —afirmó ella mientras seguía quitándose purpurina de los hombros—. Es usted la quinta persona que pasa por aquí esta semana a darme algo —comento apoyándose en el escritorio, deseando haberse puesto algo más elegante que aquellos vaqueros negros y un viejo jersey de angora verde.


—¿Es eso cierto? Qué afortunada.


A Paula le dio la sensación de que la primera impresión que estaba causándole a aquel extraño no era buena. Sobre todo, porque le estaba costando mantener la boca cerrada.


—Está bien, mira, Pedro. Lo siento, de verdad. No suelo ser tan gruñona, pero tengo que encontrar esas doncellas ordeñando, y los pájaros cantarines, y los señores saltarines, y sólo tengo un par de días para hacerlo. No me has pillado en mi mejor momento.


Pedro asintió, como si entendiese lo que acababa de decirle, y eso que no lo había entendido ni ella.


—Ya veo que está muy liada, señorita Chaves —dijo mirando a su alrededor—. Creo que esto es a lo que llaman caos controlado.


—Sólo si la persona que lo dice es muy, muy educada. Me gustaría ampliar el negocio al edificio de al lado, después de las vacaciones, pero por el momento tengo que seguir aquí. El resto del año no está tan mal, ni es tan agotador.


Paula miró también la habitación, viéndola con los ojos del extraño. Había dos enormes setos con forma de animales a ambos lados de la puerta principal, un poste blanco y rojo con un cartel que decía Bienvenido, Papá Noel, y los siete cisnes nadando que ya había conseguido.


Por no mencionar que dos de los siete cisnes parecían ser algo más que amigos.


—¿Quieres que vayamos aquí al lado a tomar un café? —preguntó Paula alegremente, intentando sacar al tal Pedro «como-se-llamase-de-apellido» de allí—. A veces me entra claustrofobia cuando estoy aquí, y el café de Joana es muy bueno.


«Y tal vez así, el sensual olor de tu colonia se mezclará con los demás olores y no tendré la tentación de saltarte encima».


Aunque no le pareció buena idea decir aquello último. En realidad, ni siquiera era buena idea pensarlo.


—Suena tentador, una taza de café, señorita Chaves, pero me temo que he quedado a cenar dentro de una hora, al otro lado de la ciudad. Sólo estoy aquí para hacerle un favor a un amigo. Así que, si no le importa, me gustaría darle este sobre y marcharme. Creo que la carta que hay en su interior lo explica todo al detalle.


—Ah —Paula miró el sobre con nerviosismo, pero no se atrevió a tomarlo—. Está bien. Esto… ¿Gracias?


—No me las dé a mí, señorita Chaves —dijo él, de repente, ya no parecía tan divertido—. Créame, yo no tengo nada que ver con esto. Aunque me alegro de haberla conocido, sólo soy el mensajero.


—Pues no pareces un chico de los recados, ni un mensajero —comentó ella con toda sinceridad.


A Paula le dio la sensación de que aquel hombre estaba coqueteando con ella, al menos, un poco. Parpadeó varias veces, intentando parecer nerviosa, como había leído que ocurría en las novelas románticas.


—Así que, Pedro, me parece que no te creo —añadió.


Él la estaba mirando fijamente. Tal vez no estaba tan mal bañada en purpurina plateada. 


Quién sabía, tal vez pudiese hacer de aquél su nuevo look.


—Créame, señorita Chaves, es la verdad. Soy el mensajero. Mi… Un cliente mío necesitaba a alguien de confianza para encargarse de este asunto. Así que, sí, soy un mensajero, aunque muy bien pagado.


Paula puso las manos detrás de la espalda, estaba empezando a sentir pánico.


—¿Eres abogado, Pedro? La persona que te ha enviado es uno de tus clientes, ¿no? Has dicho cliente, ¿verdad? ¿Es una citación o algo así? ¿Me han demandado?


—No, en absoluto. Mire, tome el sobre y…


—Todavía no, gracias. ¿Se trata de la decoración de Bailey's Super Shop? Eh, no hubo heridos. Y no era un pavo tan grande, por eso ocurrió. Además, era de plástico. No pudo hacer mucho a ese niño que, además, no debió intentar subirse encima. ¿A quién se le ocurre subirse a un pavo? ¿Y dónde demonios estaba su madre? Ella también tiene que ser culpable. Esa es la palabra, ¿no? ¿Culpable?


—Me parece que tiene usted una vida muy interesante, señorita Chaves, pero no soy abogado. No obstante, le juro que guardaré en secreto todo lo que acaba de contarme. Aunque tampoco soy cura. No, no soy cura…


Otra vez la estaba mirando de ese modo. ¿Por qué? Paula no se consideraba tan interesante. ¿O lo era?


Se acercó a ella.


—Espere. Tiene un poco de purpurina cerca del ojo. Hay que quitarla de ahí.


—¿Sí?


Paula contuvo la respiración mientras él le levantaba la barbilla con una mano y utilizaba el dedo índice de la otra para quitarle la purpurina con cuidado de debajo del ojo derecho. Estaba tan cerca de ella, tan concentrado en lo que estaba haciendo, que Paula pudo ver unas pequeñas motas rojizas en sus iris marrones, y las leves arrugas de expresión que tenía alrededor de los ojos.


Sintió que casi se caía contra él.


Pero su cuerpo no se movió. Era su mente la que ya se lo había llevado a la cama y le estaba arrancando la ropa con los dientes.


Él continuó tocándole la piel, bajando los dedos por su mejilla, siguiendo la línea de su barbilla.


El ambiente era tan tenso que habría podido cortarse con un cuchillo.


Paula tragó saliva y oyó cómo ésta pasaba por su garganta.


Era tan… amable.


Pedro sonrió. Sí, sonrió con toda la cara, incluidos los ojos.


—Ya está. Sana y salva. Al menos, por el momento —comentó retrocediendo.


Paula le dio vueltas al doble sentido de aquellas palabras, pero tenía la cabeza completamente embotada.


—¿Qué? Ah, vale. Esto… ¿Gracias?


—De nada, el placer ha sido mío —sacudió el sobre justo entre sus pechos, una vez, dos, hasta que ella lo agarró—. Ha sido interesante, señorita Chaves. Conocerla, quiero decir. Ya es hora de que lea su carta, pero creo que estaría bien que repitiésemos esto algún día, dentro de poco. Ahora, tengo que irme.


Paula miró el sobre y leyó su nombre escrito con tinta negra y caligrafía decididamente masculina.


—Aja —masculló, despidiéndose mentalmente de aquel guapo hombre que tenía que ser el mensajero más guapo y mejor vestido de la historia—. ¿Pedro? Ten cuidado con las cajas de purpurina. Ah, y la puerta se cierra sola.




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EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...