martes, 1 de enero de 2019

EPILOGO




Pedro y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que Pedro había atravesado el umbral de sus habitaciones con ella en brazos unos minutos antes, y por cómo casi se le había caído de los brazos al encontrarse allí con una de las chicas de la limpieza, que estaba pasando la aspiradora por la moqueta. Había intentado marcharse con tanta rapidez que el cable de la aspiradora se había enredado en las piernas de Pedro.


Pedro había dicho que eso les pasaba por haber vuelto dos días antes de lo previsto de su luna de miel, pero faltaban sólo tres semanas para Semana Santa, y Susana había llamado y, después de disculparse por molestarles, le había dicho a Paula que Paul se había caído de una escalera, y que la necesitaban en Holidays by Chaves. Lo antes posible.


—¡Pedro! ¡Paula! Ya estáis en casa —exclamó tío Eduardo, haciendo una reverencia como si se encontrase ante los reyes—. Qué buen aspecto tenéis, los dos. ¿Qué tal la luna de miel? ¿Qué tal en Barbados?


—La próxima vez tienes que venir con nosotros, tío Eduardo, para que no tengamos que contártelo —contestó Pedro mientras Paula se acercaba a darle un beso y un abrazo a tío Eduardo—. Nos prometiste que no te ibas a quedar aquí escondido, ¿recuerdas?


—Tengo que contaros que el otro día llamé a Bruno y salimos a dar un paseo en coche —levantó la vista hacia Paula—. Fuimos a Lark Summit. Me parece que les gustaría tener un campo de béisbol.


—Sí —admitió Paula, sonriendo a Pedro—. Ya lo sé.


—¿Y sabes que Bruno fue casi profesional, Pedro? Se ha ofrecido para entrenar de vez en cuando a los niños.


—¿De verdad? ¿Quiere eso decir que ya no le vas a mandar por todo el país para que investigue a nadie para tu proyecto, escondiéndose detrás de los árboles e invadiendo la privacidad de la gente, tal y como dijo Paula?


—Me parece que hacer de Papá Noel se ha terminado. Tenías razón, Pedro. Esa mujer, Leticia Trent, está enterándose de demasiadas cosas. Y parte de la gracia del proyecto consistía en permanecer en el anonimato, si dejo de estarlo, no merece la pena hacer las cosas a escondidas. Paula, dentro de unas semanas te pediré que me firmes unos papeles, y me encantaría que me ayudases a gestionar la Fundación Maria Alfonso. Porque aunque nos parecía divertido que nadie supiese quiénes éramos, lo que más nos satisfacía en realidad era hacer los regalos.


Paula le dio otro abrazo.


—Será un honor, tío Eduardo. Muchas gracias —luego, se inclinó para tomar un recorte de periódico que había encima de la mesa—. ¿Qué es esto? ¿No es…? Pedro, mira, es una fotografía de Libby Jost.


Pedro tomó el recorte y leyó en voz alta:
—Hoy mismo se ha anunciado una importante ampliación del nuevo parque infantil. Libby Jost, que en la imagen aparece entregándole un cheque de un millón de dólares al alcalde, Cliff Hagen, ha dicho que el dinero estará destinado a la compra de un tiovivo y a realizar otras mejoras. Espera que con las entradas del tiovivo y el alquiler del edificio que habrá al lado para realizar fiestas, el parque obtenga los ingresos necesarios para su mantenimiento.


—Es la última adquisición para mi álbum de recortes. Ahora, vamos a empezar un álbum nuevo, Paula, lleno de flores para mi Maria.


—Oh, tío Eduardo, no podías haber elegido un nombre mejor para la fundación.


—¿Cuál será mi trabajo, tío Eduardo? —preguntó Pedro mientras Paula volvía a su lado y lo abrazaba por la cintura—. ¿O voy a tener que limitarme a mirar?


Tío Eduardo le guiñó un ojo a su sobrino.


—No pensé que quisieras participar. ¿De verdad quieres ayudar, Pedro? ¿De corazón?


—De corazón, tío Eduardo. No hay nada que me apetezca más, de verdad. Salvo besar a mi mujer, por supuesto.


Y eso hizo.


Fin




CAPITULO 25





—¡Paula! ¡Paula, espera! Maldita sea, Paula, me has prometido que ibas a confiar en mí.


Paula se detuvo en medio del enorme vestíbulo y se acordó de que tenía el bolso y el abrigo en la biblioteca, y de que estaba nevando fuera. Ya que no podía irse a ninguna parte, diría lo que tenía que decir. Se dio la vuelta para enfrentarse a él.


—Y tú me habías prometido que… Olvídalo. La verdad es que no me has prometido nunca nada, ¿verdad? Me contaste un cuento y yo te creí como una tonta. Tú y tu tío, los dos. Han sido todo mentiras. Hacéis muy buena pareja, y yo he hecho el ridículo.


—Debí habértelo dicho antes —admitió Pedro acercándose a ella muy despacio, como si temiese que se echase a correr en cualquier momento—. Lo he hecho muy mal, y lo sé. Quería contártelo, pero el tío Eduardo quería permanecer en el anonimato… Y tú nunca me dijiste nada del regalo. Yo esperaba que algún día confiases en mí y me lo contases, pero no ocurrió.


Paula apartó la mirada, odiaba que Pedro tuviese razón. Debía habérselo contado, pero no lo había hecho.


—Tenía miedo de que la camioneta tuviese que ver con algún negocio ilegal.


Pedro sonrió, y a ella le entraron ganas de pegarle. Lo quería, pero eso no significaba que no se mereciese un buen golpe.


—¿Ilegal, Paula? ¿Cómo iba a ser ilegal?


—¡No lo sé! Te hablé de blanqueo de dinero, aunque eso no tenía sentido. Nada tenía sentido. Y tú me dijiste que eras sólo un intermediario, que venías de parte de un cliente, o algo así. ¿Cómo iba a contarte yo algo que tu cliente no te había contado? Sobre todo, si había algo extraño en todo esto. No quería que me dijeses que tenía que devolver la camioneta, Pedro. Esos niños la necesitaban. Así que… supongo que intenté no pensar en el tema, olvidarme de lo que había pasado.


—¿Y ahora estás enfadada porque tienes un millón de dólares más que hace un rato?


—¡Sí! ¡No! —se frotó la cara con la mano, sin pensar en el maquillaje—. Quiero decir, que también voy a dar ese dinero a Lark Summit. Yo puedo ganarme perfectamente la vida, como he hecho siempre.


—Pero no se te olvida de dónde vienes, ¿verdad? —comentó Pedro.


Ella lo miró fijamente.


—Tú… tío Eduardo… ha hecho que me investiguen, ¿verdad? Supongo que sabes más de mí que yo misma.


—Sé quién eres, Paula. Una buena persona. Y mucho más que eso. Eres como mi padre, aunque hasta hace muy poco no sabía por qué me sentía tan enfadado con él, ni por qué no quería creer las ideas de mi tío. Eres una persona buena que hace cosas buenas.


Ella negó con la cabeza.


—No, no es así. Quiero decir, con respecto a mí, no a tu padre. No intentes santificarme, Pedro. Soy una persona egoísta. Si le di la camioneta a Lark Summit, si decoro la residencia en Navidad y hago cosas así, es porque soy egoísta. Lo hago porque me siento bien ayudando a esos niños.


—Ya discutiremos eso más tarde —dijo él agarrándola de la mano—. Ven, vamos a la biblioteca mientras el tío Eduardo habla con los invitados, quiero ver ese árbol de Navidad hecho con flores de Pascua.


Paula dejó que la guiase hasta la biblioteca, hasta donde estaba el árbol de Navidad de ponsetias, la decoración que más le gustaba de toda la casa.


—Es precioso, ¿verdad?


—Es tal y como lo recordaba —dijo Pedro, inclinándose para darle un beso en la mejilla—. Muchas gracias, Paula. Puedes pensar lo que quieras, y estoy seguro de que lo harás, pero creo que has cambiado mi vida, y también la de tío Eduardo. Cuando empecé con esto, no tenía ni idea de cómo iba a terminar, pero supongo que ha ocurrido. Tal y como diría mi tío, por fin he crecido. Puedes hacer lo que quieras, quedarte o marcharte, pero antes de nada, quiero decirte que te quiero, Paula. Te quiero, y quiero que formes parte de mi vida, si me aceptas. Ahora, y para el resto de nuestros días.


Si había algo que Paula había aprendido al crecer «dentro del sistema» era cómo escoger sus batallas, luchar en ellas, y cuándo era más sencillo rendirse y dejar que ocurriese lo que era inevitable.


Pedro era inevitable.


—Oh, Pedro


—Sé que todo esto está ocurriendo muy deprisa para ti. Y para mí también. Pero cuando te he visto en el vestíbulo, debajo de la lámpara, lo primero que he pensado ha sido que te quería. Después, que me gustaría que hubiese niños sentados detrás de ti en las escaleras, viendo cómo su bellísima madre y su orgulloso padre daban la recepción anual de Nochebuena. Por un momento, Paula, esa imagen ha sido tan clara en mi mente, que he tenido que tomarme el tiempo necesario para volver a la realidad. Pero todo es posible. Si me perdonas por haber sido tan…


Paula le tapó la boca.


—Estás hablando demasiado, Pedro. Por favor, deja de hablar, cállate y bésame…




CAPITULO 24




Pedro se sintió casi como si fuese la primera vez que la veía. En esa ocasión no estaba cubierta de purpurina, pero también brillaba como un ángel debajo de la lámpara, con un vestido de seda plateada. Sencillo, elegante, muy sensual, con estilo, pero clásico al mismo tiempo. Tal y como era ella.


—Hola, Paula —la saludó. Por fin era capaz de volver a moverse, así que se acercó a ella y le puso las manos en las caderas—. Te he echado de menos. Mucho.


Ella bajó la mirada un momento y luego lo miró, le brillaban los ojos y a Pedro le dio miedo de que fuese a echarse a llorar. Paula levantó una mano y le tocó la cara, intentó descifrar su expresión.


—Llevo dos semanas preocupándome por este momento. Y ya ha llegado.


—¿Y todavía estás preocupada? —le preguntó Pedro acercándose más, apoyando sus caderas contra las de ella.


Paula negó muy despacio con la cabeza.


—No, creo que ya no. No me vas a decir adiós, ¿verdad?


—No, cariño. Esta vez no. A ti, no. Nunca.


Buscó los labios de Paula con los suyos y capturó su aliento cuando abrió la boca. Hubo pasión en el beso, en la manera de abrazarse, pero la pasión era sólo una de las cosas que sentía Pedro. Se sentía en casa.


—Ven a la biblioteca conmigo —le pidió unos segundos después en voz baja—. Tenemos que hablar.


—Pero tus invitados…


Él la agarró de la mano.


—Ya lo sé, Paula. Por eso tenemos que hablar. Hay algo que quiero explicarte antes de que lleguen. Lo he demorado demasiado tiempo.


Sonó el timbre de la puerta y apareció la señora Clarkson con su sencillo vestido negro, dudó antes de abrir, miró a Pedro.


—¿Va a dar la bienvenida a sus invitados aquí, señor, o espero a que usted y la señorita Chaves pasen al salón de banquetes?


—Un momento, por favor, señora Clarkson —dijo Paula—. No sé de qué quieres hablarme, Pedro —levantó las manos y le enderezó la pajarita—, pero lo primero ahora son los invitados. Ya hablaremos luego, aunque me gustaría que vieses el árbol de la biblioteca. Es impresionante. Y también quiero que veas el resto de la casa. No has dicho nada del recibidor. A mí me parece que lo han dejado perfecto, entre tío Eduardo y la panda. Tío Eduardo ha sido de gran ayuda, no creo que lo hubiese conseguido sin él.


—Sí, siempre es de gran ayuda. Un verdadero Papá Noel —Pedro levantó una mano a la señora Clarkson para indicarle que siguiese esperando—. Está bien, pero antes quiero que me prometas algo, Paula.


—¿Pedro? ¿Qué ocurre? Pensé que estábamos…


—¿Bien? ¿Pensabas que estábamos bien? Y lo estamos. Yo lo estoy, y espero que tú también, pero hay ciertas cosas que no sabes…


Volvió a sonar el timbre.


Pedro apoyó ambas manos en los hombros de Paula.


—¿Confías en mí?


—¿Confiar en ti, Pedro?


—Tienes que confiar en mí. Oigas lo que oigas esta noche, pase lo que pase, porque sólo Dios sabe qué tendrá planeado tío Eduardo, sólo quiero que recuerdes que da igual. Que esta noche no importa nada, Paula, salvo tú y yo.


—¿Tío Eduardo? ¿Qué iba a tener planeado tío Eduardo? Me estás asustando, Pedro —le advirtió Paula en voz baja.


—¿Pero lo harás?


—¿Confiar en ti? —asintió—. Sí, Pedro. Te lo prometo.


Pedro suspiró y le hizo una señal a la señora Clarkson para que abriese la puerta.


Pedro la presentó como «el genio que había detrás de aquella magnífica decoración», su «buena amiga» Paula Chaves.


Ella escuchó con atención cada vez que le presentaba a un nuevo invitado, preguntándose qué había esperado oír y no había oído. No obstante, Pedro la tuvo agarrada de la cintura todo el tiempo, muy cerca de él, mientras servían las bebidas y pasaban los camareros con bandejas de canapés.


Dejó de contar después de que hubiesen llegado tres parejas, ya que sólo quedaba un asiento libre en la mesa, un asiento que Pedro le había dicho que no estaba seguro de que hiciese falta. 


Si llegaba la hora de pasar a la mesa y no había aparecido ese último invitado, retirarían el servicio.


Por último, entró la señora Clarkson y se acercó a Pedro para decirle algo en voz baja, él salió del salón con ella, dejando a Paula sola. Estaba encantada de que le estuviese prestando tanta atención, de que la hubiese tenido todo el tiempo a su lado, pero había empezado a sentirse como si estuviesen unidos por la cadera, o como si a él le diese miedo perderla de vista. No obstante, dado que era la anfitriona, tenía que mezclarse más con los invitados.


Paula aceptó los cumplidos que le hizo todo el mundo y les explicó que el día de Año Nuevo habría otra fiesta en la que los puestos se utilizarían para poner la comida y la bebida.


Emily Raines, una rubia bajita con un entusiasmo contagioso, casi llegó a sugerir que Paula era una artista.


—Y, como artista yo también, tengo que decir que estoy muy celosa. Hace falta tener mucha vista para hacer de un lugar tan inmenso un ambiente tan… íntimo.


—Mi novia sabe de lo que habla, Paula —añadió Colé Preston mientras pasaba el brazo alrededor de Emily—. Deberías ver lo que hizo con un edificio abandonado y un gran sueño.


—Y con un enorme golpe de suerte en forma de cheque, muy generoso y anónimo, por cierto —le recordó Emily—. Así es como describe Libby lo que nos ha pasado a las dos.


Colé la miró como si no la entendiese, y Emily se rió.


—Libby Jost, esa chica tan guapa a la que estabas intentando no devorar con la mirada hace un minuto. Las mujeres vamos cinco minutos al cuarto de baño a retocarnos el maquillaje y acabamos hablando de muchas cosas. Además, todos sabemos más o menos lo que estamos haciendo aquí. Vamos a conocer a nuestro misterioso benefactor. Y yo estoy encantada de poder darle por fin las gracias.


Paula sonrió mientras Emily y Colé seguían hablando de su centro de arte para jubilados y fue a hablar con la otra chica con la que Emily había estado en el cuarto de baño. Pero su mente había empezado a darle vueltas a algo, y el corazón se le había acelerado en el pecho.


Libby y su prometido, David Halstrom, estaban charlando con la tercera pareja, formada por un distinguido y guapo médico, Seth Andrews, y su novia, Becca. Paige dudó antes de interrumpirles, pero Becca no tardó en indicarle con un gesto que podía unirse a la conversación.


—¿No te parece emocionante? —le preguntó Becca a Paula—. Ya sabes, las tres, bueno, los seis, llevamos desde el día que recibimos nuestros regalos preguntándonos quién podía ser tan amable, tan generoso. Y después recibimos las invitaciones a la cena. No sabes lo nerviosa que estoy.


—Nerviosa porque vas a conocer a nuestro multimillonario y ermitaño Papá Noel —aclaró Libby Jost.


Su novio sacudió la cabeza.


—Perdónala, por favor, Paula. Ha leído una columna en una revista de cotilleos en la que ponía que hay un Papá Noel por ahí que premia a la gente buena, o algo así.


—Sí, y también lo he leído en Internet, hay una tal Leticia Trent que lleva mucho tiempo escribiendo acerca de él.


—Lo que, por supuesto, hace que la historia sea verdad —comentó David guiñándole un ojo a Paula—. ¿O acaso sabes tú algo que nosotros desconocemos? Pedro parece un buen tipo, y este lugar es impresionante, pero no se parece demasiado a Papá Noel.


Paula siguió sonriendo, aunque se le había hecho un nudo en el estómago.


—Esto… ¿Qué es exactamente lo que hace ese Papá Noel? Lo siento, pero me parece que no me he enterado bien.


Libby se lo explicó y Emily y Colé se unieron al grupo. Según la tal Leticia Trent, había un multimillonario anónimo, y Paula suponía que podía ser el propio Pedro, que elegía a varias personas para hacerles un regalo, ya fuese dinero u otra cosa, para recompensarles por haber hecho algo bueno y desinteresado. Si la persona se quedaba con dicho regalo y lo utilizaba como haría más o menos el noventa y nueve por ciento de la gente, o sea, para sí misma, allí se terminaba la historia.


—Pero —dijo David—, si la persona utiliza el regalo de manera generosa, para los demás, entonces le hacen otro regalo. Según la señora Trent, ese segundo regalo es un millón de dólares libre de impuestos.


—¿Qué? —Paula recorrió el salón con la mirada en busca de Pedro, al que acababa de decidir que iba a matar. Y de manera lenta y muy dolorosa.


—Es un rumor, un cotilleo, pero si es verdad, David y yo ya hemos decidido que no nos quedaremos con el dinero. Aunque vosotros podéis hacer lo que queráis, claro. Es sólo lo que hemos decidido nosotros después de leer los artículos.


El doctor Seth Andrews miró a Becca.


—Es una historia… muy interesante, ¿verdad? Yo pensé que sólo íbamos a conocer a la persona que nos había hecho el regalo. No habíamos imaginado que iba a pasar algo tan extraño, ¿no es cierto, cariño? No sé si quiero quedarme a verlo.


Becca suspiró.


—Yo sólo sé que alguien nos hizo un regalo, y quiero darle las gracias —se volvió hacia Paula—. Además, dudo mucho que ese hombre quiera regalar tres millones de dólares. Me parece que esa historia no es más que un cotilleo. No puede ser otra cosa.


—Por supuesto —dijo Paula—. Seguro que es sólo un cotilleo.


Luego, puso la excusa de que tenía que revisar algunos detalles de última hora antes de que se sentasen a cenar.


Nada más darles la espalda a los seis invitados dejó de sonreír y frunció el ceño mientras buscaba a Pedro con la mirada, que debía de estar escondido en alguna parte.


Todo estaba empezando a encajar para ella. 


Pedro era… Papá Noel. Él mismo había escrito la carta que le había llevado. Él lo había planeado todo, había investigado acerca de ella, había observado lo que había hecho con su regalo, la había contratado para decorar su casa, examinándola cual gusano bajo un microscopio, para ver sus reacciones, su manera de actuar.


Estaba empezando a sentir náuseas.


Era asqueroso.


Repulsivo.


Aunque…


También había sido una camioneta nueva para los niños de Lark Summit. Un gran centro de arte para los jubilados de Kansas. Una clínica en el oeste de Virginia. Y un maravilloso parque infantil en Missouri.


Pero a Paula seguía sin cuadrarle que aquello lo hubiese hecho el Pedro Alfonso que ella conocía. Entonces se volvió y vio que todo el mundo estaba mirando a Pedro, que acababa de pedirles que le prestasen atención.


La estaba mirando a ella como si estuviese preocupado, y Paula hizo un esfuerzo por no salir corriendo del salón. Pedro le había pedido que confiase en él, así que al menos se quedaría a escuchar lo que iba a decirles.


Aunque más le valía empezar a hablar pronto.


—Quiero agradeceros a todos que hayáis venido aquí esta noche —empezó, sonriendo—. Aunque creo que más que una invitación, recibisteis una orden. Supongo que a estas alturas ya sabéis que todos habéis recibido un regalo anónimo este año, y supongo que pensáis que esta noche estáis aquí para darle las gracias a vuestro benefactor. Pero ése no es el verdadero motivo. Estáis aquí porque vuestro benefactor quiere daros las gracias a vosotros. Está orgulloso de vosotros, se ha sentido reconfortado por vuestros actos y, tengo que admitir, que me ha demostrado lo equivocado que estoy yo, y la razón que tiene él. Todos vosotros sois seres humanos excepcionales. Habría quien diría que formáis parte de una especie en extinción, aunque vuestro benefactor no está de acuerdo.


Paula se humedeció los labios, tenía la garganta seca. Pedro estaba imponente y su discurso, que estaba dando con voz humilde, le hizo sentir que no lo conocía en realidad.


—Más tarde hablaremos de los pasos legales y otras formalidades, y tendréis que firmar unas cláusulas de confidencialidad, pero, por el momento, dejad que os anuncie que las cuatro: Libby, Becca, Emily y… Paula, de entre todas las personas que han recibido regalos anónimos este año, vosotras os habéis ganado no sólo la admiración de vuestro benefactor, sino también un cheque por valor de un millón de dólares libre de impuestos.


Una de las mujeres dio un grito ahogado, y Paula oyó que Libby murmuraba:
—Os lo dije.


—Si todo hubiese transcurrido como de costumbre —continuó Pedro—, vuestro benefactor seguiría siendo anónimo, pero he conseguido convencerlo para que, después de muchos años jugando a ser Papá Noel, como dice mucha gente, salga por fin de las sombras para conocer a las personas a las que tanto admira. Así que, señoras y señores, aquí está mi tío, Pedro Eduardo Alfonso IV.


Pedro señaló un arco de entrada que estaba en la otra punta del salón y Paula se dio la vuelta a la vez que todo el mundo y vio…


—¿Tío Eduardo?


Su pelo cano brillaba bajo la luz de las lámparas de araña, sonreía más que ninguno e iba vestido con un esmoquin que le sentaba maravillosamente, mucho mejor que los monos de trabajo y las camisas de franela. Se detuvo, buscó a Paula con la mirada y la saludó con timidez.


Paula empezó a negar con la cabeza, muy despacio, y retrocedió.


—No… no…


Se volvió y corrió hacia el vestíbulo.




CAPITULO 23




—Todavía no entiendo por qué Pedro no ha querido poner tarjetas con los nombres de los invitados en la mesa —comentó Paula, uniendo las manos y estudiando la decoración de la mesa por última vez.


Susana desplazó una de las copas de vino medio centímetro a la derecha.


—Relájate —la tranquilizó, aunque en su voz también había un poco de tensión—. Te ha pedido que vengas como anfitriona. Eso quiere decir que él estará en un extremo de la mesa y tú, en el otro. A no ser que quiera que te sientes a su derecha, por supuesto, porque he leído que es algo que también se hace. Además, se va a quedar de piedra cuando te vea con ese vestido y lo más probable es que quiera que te sientes en su regazo.


Paula sonrió y notó que se ruborizaba.


—Sigo pensando que es demasiado escotado —dijo poniéndose una mano en el escote—. Quiero decir, que una puede elegir entre ser sutil y decir a gritos «ven aquí, machote». Y me parece que con este vestido me he pasado.


—Está bien, llevo intentando convencerte desde que te lo probaste en la tienda, mientras te lo envolvía la dependienta y esta noche otra vez. Puedes ser una mojigata si quieres, porque, para mí, eso es lo que estás siendo. Ya está. Si sigues así, me marcho. Mi hijo me está esperando, le gustaría pasar la Nochebuena con su madre, pero me voy a quedar un poco más porque sé que estás muy nerviosa. Aunque la verdad es que estás increíble, Paula, como una mujer enamorada que espera a su hombre. Y el salón también está increíble. Anoche salió increíble en la televisión, estaba increíble en la revista y en el periódico. Y también va a ser increíble el año que viene, cuando Holidays by Chaves aparezca en la portada en todos los quioscos de Estados Unidos.


—Sí —admitió ella recorriendo el salón de banquetes con la mirada, incapaz de contener un escalofrío que le recorrió toda la espalda—. Increíble. Gracias, Susana. Y tienes razón, deberías irte a casa. Pedro no tardará. Su avión debería de haber aterrizado hace ya unas dos horas.


—Habrá llegado con retraso a causa de la nieve. Las típicas Navidades nevadas en Pennsylvania, que sólo dan problemas —comentó Susana mientras recogía su bolso y la mochila en la que había llevado tijeras, cinta, pegamento y todo lo que hubiesen podido necesitar para retocar alguna decoración en el último momento—. Con un poco de suerte, el resto de los invitados también se retrasará.


Paula le dio un abrazo y un beso en la mejilla.


—Gracias, Susana, por todo. Y Feliz Navidad. Espera, te acompañaré hasta la puerta.


Pasaron por las mesas con los doseles de alegres rayas de colores, adornadas con centros de plantas y velas blancas en recipientes de cristal. Para la fiesta de Año Nuevo el bufé se colocaría en esas mesas, en las bandejas de plata que la señora Clarkson le había enseñado unos días antes. Había una habitación con vitrinas, todas llenas de preciosas antigüedades de plata. Tal vez aquel trabajo fuese el más importante que había aceptado nunca Paula, pero había tenido la suerte de poder contar con unos materiales que sólo podían hacer que el resultado fuese todavía más fantástico.


—Es otro mundo, esta casa, ¿verdad? —comentó Paula cuando llegaron al vestíbulo.


Se detuvo, había dejado de respirar ante el esplendor de aquel amplio espacio. Tío Eduardo se había superado con un centro de flores muy alto y las plantas exóticas que adornaban las escaleras llenaban la habitación con los olores de la Navidad.


—Qué… vaya.


Paula apartó la mirada de la enorme lámpara de araña que tenían casi sobre sus cabezas. 


Estaba adornada con una guirnalda de cristales austríacos que brillaba con todos los colores del arco iris. Además, había cambiado las cincuenta y dos pequeñas pantallas color marfil de la misma por unas rojas que había encontrado en una de las cajas. Y el efecto era perfecto. 


Perfecto. Pero Susana estaba mirando hacia el pasillo.


—¿Qué? —preguntó. Giró la cabeza y se quedó helada—. Pedro.


—Feliz Navidad, Paula —susurró Susana poniéndose el abrigo a toda velocidad—. Y buena suerte con tu regalo.




EPILOGO

Pedro  y Paula entraron en el estudio privado de tío Eduardo. Los dos estaban sonriendo todavía por la manera en que  Pedro  había atrave...